Hay una especie de mal radical en el libro, causa de todos los desajustes en el sueño, y que se ha agudizado en la actualidad: con la revolución industrial el tiempo dejó de estar marcado por la naturaleza, pero, dice el autor, no nos podemos quitar el reloj (se entiende que biológico) que todos llevamos dentro . Porque, y es una de las observaciones más notables, y no sé si controvertidas, afirma también que el sueño no ha cambiado mucho desde el punto de vista biológico en los últimos 100.000 años. Todo ello desemboca en un desajuste entre el tiempo social y el biológico. De ahí el título del parágrafo “los tiempos cambian, la biología permanece”. Sin embargo, no se examina y discute en el libro el posible cambio biológico (y no solo cultural) que las tecnologías han producido en el cerebro e incluso el cuerpo humano, y que, sea ciertos o no, al menos está poblando los imaginarios de la ciencia ficción en la relación entre el cuerpo y las tecnologías. Es decir, que no solo estorban, sino que propician mutaciones. ¿Se puede aceptar sin más la premisa del libro?: “Lo poco que había cambiado la forma de vida de los sapiens durante los últimos milenios”. ¿No ha habido mutaciones también en el reloj biológico?
En este sentido, hay un salto desde los experimentos de laboratorio, para medir diferentes estados de sueño y sus perturbaciones, a la búsqueda de sus causas. Funciona mediante la contraposición entre la apelación a la mitología (sueño creador) y a la prehistoria (sueño reparador) y su corte abrupto por la revolución industrial y sus consecuencias expuestas en forma de titulares: “La luz eléctrica nos robó el sueño”; “encendimos la luz y con ella se fue el sueño; ”somos seres biológicamente antiguos viviendo en un mundo recién encendido”; “el sueño, un daño colateral del cambio climático”. El problema es que alteraciones del sueño ha habido siempre, reconoce, pero hemos perdido el “poder adaptativo”.
¿Cómo remediarlo? Sin negar la oportunidad de los consejos que aporta “para llevar” (sic), no deja de crecer la sospecha, según se va leyendo el libro, de la dificultad de seguir algunos en la actual sociedad. Frente al recurso habitual de acudir a las píldoras apunta el autor que no todo sueño inducido farmacológicamente es reparador y subraya la necesidad de priorizar los medios fisiológicos y conductuales para prevenir el deterioro cognitivo. La “adicción silenciosa” que supone el móvil para el cerebro, unida a la necesidad de un estímulo constante, le sugiere este consejo “para llevar”: “acepta el aburrimiento como una parte saludable del día”. Pero ¿quién puede permitírselo? Con toda razón señala que el sueño está muy condicionado por factores sociales, y da la sensación de que algunos de los consejos que da para tener un sueño mejor, empezando el cambio por uno mismo, suponen un alto nivel adquisitivo.
El peso del libro, análisis, experimentos, consejos, desemboca en una “alerta”: es posible que seamos testigos del final del sueño del sapiens, pero estamos a tiempo todavía. En definitiva: propone seguir el camino de la utopía, pero alerta de la distopía. ¿Es posible? No me parece un acierto la cita cultural que acompaña a esa alerta esperanzada contra toda esperanza: Un mundo feliz y 1984. Dos obras neoconservadoras del determinismo tecnológico. Alertan respecto a él, es cierto, pero tampoco ofrecen ninguna salida con sus dos protagonistas vencidos y destruidos. Más bien, parece inevitable. Muchos firmaríamos esa espléndida aportación final de pedir un artículo 31 de derechos humanos entre los que se incluyera el derecho al sueño. Algo difícil de reclamar en este país de hosteleros, con todo tipo de desfiles declarados de bien cultural aporreando con ganas, comidas de “hermandad” devenidas en rugidos canoros y fiestas patronales que convierten las noches en un infierno debajo de la ventana.


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