Este es un libro que funciona como un pharmakon: detallando
las falacias en torno al progreso tecnológico (el prurito de la “innovación”) ayuda
paradójicamente también a conjurar los discursos catastrofistas sobre las (no
tan) nuevas tecnologías. Los autores nos hicieron el regalo, allá por 1998, de
la traducción de la mítica antología Mirrorshades. Pero, a diferencia del
ciberpunk, ellos defendieron en obras posteriores que las tecnologías (ellas) no
nos cambiarían la existencia, que eran herramientas, y que lo decisivo era el
uso social que se hiciera de las mismas. Este punto, la vertiente ética de las
tecnologías, su no neutralidad, ha estado siempre presente en los análisis como
espina dorsal de su “quintacolumnismo”. Merece la pena insistir en ello, pues
el enfoque del control ciudadano responsable de las nuevas tecnologías no es habitual. Con
el caramelo manoseado de innovar en la información, la participación digital,
se hurta lo más importante, la decisión ciudadana sobre los proyectos de los
que solo son herramientas, pero afectan a todos.
La crítica al “progresismo tecnológico” no implica en
ellos la renuncia al “pensamiento progresista”. Todo lo contrario. La figura
que lo encarna, “el luddita reflexivo”, se distancia tanto de la “tentación
apocalíptica” como del neoliberalismo, el “capitalismo salvaje” y la “economía
informacional” apostando por el cambio social mediante pactos y regulación de
las tecnologías. Conjurando el fantasma del determinismo tecnológico, recomiendan
no olvidar el pasado, pues no todo tuvo por qué ser así, ni todo tiene por qué
serlo ahora y menos en el futuro. Comiencen a leer el libro por la “Coda”.
Nostálgicos del “corto verano de anarquía digital” que
significó el software libre, todavía resuenan en mi cabeza las broncas de
Andoni en los Congresos por usar Windows en vez de Linux. Agachábamos la cabeza
los traidores y no sabía dónde meterse Javier Echeverría.