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El idilio es la utopía de la perfección, de la reconciliación en una belleza que se encarna en un futuro pasado. Es el resultado de una ficción en la que cada elemento se transforma en su contrario, así la escisión en armonía, y la carencia en plenitud, la naturaleza inhóspita en jardín placentero. La literatura y el arte se han ocupado del hogar por excelencia del idilio, de esa Arcadia feliz, en sus múltiples versiones. De los griegos a los románticos, nadie se engañó sobre su carácter utópico y ucrónico. Pero significaba un no lugar en el que alojar el deseo de una vida mejor, en paz consigo mismo, la naturaleza y los semejantes.
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La postura de Kant me pareció, en su momento, un oportunismo más de tantos otros que jalonan su ética, llena de excepciones en ese rigorismo de obrar por deber. Sin embargo, la cínica e ingeniosa observación de Welles no ha dejado de rondar por mi cabeza, hasta que me ha dado la clave de la anterior paradoja. Aunque parezca mentira, Kant no hablaba en términos éticos sino estéticos. Y su postura me ha aclarado en parte el enigma del idilio en la tradición occidental: que la distopía es el camino para la realización de la utopía, la violencia el único medio de la erradicación de la violencia. El resultado: una Arcadia feliz, y con progreso. Nadie la ve por ninguna parte, pero está en el arte, en ese arte desencantado y “ya-no-bello”.
La denuncia del idilio no revela así la imposibilidad del idilio, sino todo lo contrario, que hoy es más posible que nunca. El idilio era la utopía de la perfección y su denuncia es la distopía de su imperfección. La visión última del idilio perfecto se transforma en la distopía del idilio imperfecto. Es la imposibilidad de los futuros pasados. Aparentemente. Porque ahora se está, más bien, en el idilio de las distopías como denuncia de las utopías. Por lo que cada propuesta, lejos de conmover, suscita la pregunta: ¿más de lo mismo?.
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