viernes, 27 de julio de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura 2.



La vida es una muda vacía que no alberga un yo. La tradición platónica occidental lo concibe como algo sólido, como un núcleo, en torno al que se vertebran los diferentes miembros que actúan así de manera coordinada con una cierta armonía. Pero el yo es en Murakami algo provisional, lo que se abandona en los cambios. Es el espacio del ENTRE tiempos y espacios, quizá una de las visiones más certeras de la condición humana. Es la piel de un nombre que recubre un vacío alojado en la nada. Es el dolor de un signo, a veces, ni siquiera eso.

Las diferentes novelas de Murakami resultan de la suma considerable de pequeños relatos entrecruzados por esos sucesivos yoes. Todo está animado pero todo depende del destino. Ése es el misterio: que la fatalidad sea tan leve en sus manifestaciones que impida reconocerla. Al fin y al cabo, decía Kundera, la vida no es, como se nos dijo, un producto de la causalidad (trabaja, hijo, y llegarás a ser alguien) sino de la casualidad, de un conjunto de casualidades mal vistas y peor aprovechadas. La fatalidad aparece en la vida corriente sin ser vista más que como azar, hasta que emerge como nada que ahoga en el vacío del yo.

Para los amantes de etiquetas se podría decir que estamos ante una posmodernidad oriental, lo que es ya una cierta redundancia. Siendo un poco más serios, es decir, tomándonos las cosas en serie, habría que recordar que ya para Hume (un moderno) el yo, eso que llaman por mi nombre, no es algo sólido sino un haz de percepciones cambiantes que actúan unidas en el teatro de la costumbre. Cada una de ellas es un simulacro al que se le ha transferido la conciencia, y si es así, puede haber una rebelión de los simulacros que reivindican ser el auténtico yo. Como en la película Nivel 13 (Rusnack 1999) , una de cuyas imágenes más emotivas es la el simulacro abrazando con ternura al ordenador, a la matrix, donde fue concebido.



Aunque, para simulacros como los que hicieron las delicias de Baudrillard, nada como el “sujeto trascendental” kantiano, al que Kant califica como una “X”, para entendernos en España, un “mister X”, (una incógnita judicial no resuelta) del que nada sabemos, pero mucho sospechamos, y sin el que, prosigue Kant, no podríamos decir que los pensamientos y las acciones son “mías”, que tienen un autor. Tema (no el de “míster X”) que explicitaré en un próximo libro, uno de cuyos capítulos está dedicado al making of de la dialéctica trascendental kantiana. Es la matrix de todas las matrix.


Volvamos a Kundera, a su tesis de que la vida siempre está en otra parte. Para Murakami ese yo provisional siempre ha sido hecho en otra parte: “Pensé que quizá May Kasahara tuviera razón. El hombre que era yo, a fin de cuentas, había sido hecho en alguna otra parte. Y todo venía de otra parte y luego volvía a irse a otra parte. Yo no soy más que un simple camino por donde pasa el hombre que yo soy” (Crónica, p. 274-5). Difícilmente se puede encontrar un texto que nos dé mejor una de las claves de las novelas de Murakami: son la narrativa de una educación sentimental. Son novelas de formación y de deformación, como lo eran en su tiempo las románticas todavía no jibarizadas por la actual hermenéutica del romanticismo de Jena.

No se trata del yo que anda por los caminos sino del yo como camino del yo. Esto es puro romanticismo, ya que el romántico en realidad no sale fuera, sino que como dice Novalis, es hacia dentro donde conduce ese camino misterioso del yo. La variante de Murakami es que el yo es siempre provisional, hasta que llega el yo definitivo. Pero no se vea en esto la mano de las teorías edificantes sobre la finitud humana. No es un yo quijotesco al estilo de Fichte o del ornitorrinco de Unamuno, según Ortega, sino un yo manipulado, es decir, hecho a mano, reblandecido al pasar de unas manos a otras. Lo que una de las mujeres más fascinantes, el personaje de Creta Kanoo, caracteriza como una prostitución del cuerpo y de la mente. Es a partir de ahí, de la experiencia del dolor, cuando surge el “tercer yo”, el definitivo: “Y comprendí que me había convertido en otra persona. Es decir, que aquél era mi tercer yo” (Crónica, p. 315).


Estamos ante una existencia metafórica. Y es preciso que ahora entre en juego el elemento que posibilita esas metamorfosis del yo, lo que hace, como citaba al comienzo, que leer las obras de Marukami sea como colgar un cuadro surrealista. Son las metáforas.