En la Fundación Juan March de Madrid puede visitarse una magnífica exposición, La abstracción del paisaje. Del romanticismo nórdico al expresionismo abstracto. Ha sido concebida inspirándose en el libro sobre el mismo tema que tiene como autor a Robert Rosenblum. En un rincón de la sala puede verse un pequeño cuadro de Thomas Cole, El diablo arrojando al monje desde el precipicio. Es un dibujo a pluma con tinta marrón, sin fecha, probablemente una ilustración de la novela gótica El monje de Matthew G. Lewis. Pese a su reducido tamaño, llama la atención por la temática, aparentemente ajena en contenido y forma al curso de lo sublime en el tratamiento romántico del paisaje que se nos ha ido sugiriendo.
La muestra tiene un indudable valor pedagógico, reforzado por la edición de un excelente catálogo. Nos invita a seguir un camino, el de la abstracción, el devenir de ese concepto. Más que romántico es hegeliano: es el arte puesto en concepto, entendido como la historia de algo que se despliega espacialmente. Lo interesante de la exposición, lo que proporciona una visión distinta del romanticismo, no es sólo que ilustre las tesis de un libro original. Quizá, incluso, hasta esta perspectiva pudiera resultar errónea, pues corre el peligro de reducir el arte a literatura, o a filosofía del arte, de la que el romántico Schlegel decía que, o bien falta el arte, o falta la filosofía.
No. Lo interesante es la concepción nietzcheana de la historia que maneja Rosenblum, una historia para la vida que la hace siempre contemporánea. Ha sido la necesidad de entender el expresionismo abstracto contemporáneo lo que le ha llevado al romanticismo nórdico y no al revés. Toda una lección de cómo tratar el tema de la “actualidad” en la historia. Desde esta perspectiva, y ya que no se ha montado así, según esta lógica, mi consejo es que empiecen la visita de la exposición por el final. Sale otro romanticismo, el que piden también algunos artistas contemporáneos allí expuestos, y al que responde el cuadrito de Thomas Cole. Es el romanticismo negro.
Tomemos como ejemplo el cuadro de Max Ernst, Forêt et soleil. El bosque, oscuro, es un muro amenazante que no invita al espectador a adentrarse en él. El sol, de los muertos, es de un gris lechoso helador. Todo ello configura un escenario propicio al terror gótico. Mientras que en el romanticismo luminoso lo sublime del paisaje despierta el sentimiento y conocimiento de que la esencia de lo real es ideal, en este cuadro surrealista encontramos ecos del romanticismo negro: la esencia de lo real no es ideal (verdadero, bello, bueno) sino surreal. No hay una identidad con la naturaleza, sino un rechazo, que puede traducirse en una aniquilación. Y desde este cuadro volvemos al de Cole. Lo entendemos mejor.
Es el lado oscuro de lo sublime. No eleva, no sublima en la contemplación, sino que destruye. No es un paisaje humano, hecho a medida del hombre, sino demoníaco, pensado para su aniquilamiento. No hay melancolía ni consuelo. Tampoco se pinta el sentimiento de misteriosa identidad entre la naturaleza y el espíritu, presente en los otros cuadros románticos. Lo que aquí se celebra es el triunfo de lo elemental, el horror de su irrupción a escena. Ni siquiera el mal es el protagonista, es algo más fuerte y primigenio. La poderosa roca avanza cual cabeza de un monstruo que se adivina a la espera. La figura humana tampoco importa aquí, ni siquiera se puede hablar de la roca del diablo y sólo del diablo de la roca. Si no fuera por el título no encontraríamos un nombre, un hombre. Es el dibujo terroso de la pluma, no el óleo o la acuarela, quien perfila en un punto, en un momento, identidades destinadas a perderse en la nada. La naturaleza mata.