Me interesa el cine de David Lynch por una cuestión de trabajo. Y es la razón por la que nunca me decepciona. Sirve para trabajos académicos alimenticios sobre la actualidad del romanticismo y, en mi caso, para algo más complicado y experimental, como es la investigación sobre el romanticismo de la actualidad en las imágenes.
Desde esta perspectiva no entiendo las reacciones apasionadas que suscitan sus películas. Me extrañan las invectivas de las personas normales que se leen en la red, declarando que se han aburrido mortalmente, o lo que es peor, haber sido torturadas durante las tres horas que dura la proyección de Inland Empire. Pero también miro con recelo las confesiones de aquellos a los que ese tiempo se les ha pasado en un suspiro.
Reconozco que las películas de Lynch me gustan mucho, precisamente porque me dedico a la Estética. El gusto es una sensibilidad educada para entender nuestro tiempo en palabras e imágenes, no una degustación de pasteles o una purga de ricino, en la que esté en juego lo agradable o desagradable de una propuesta. La Estética es trabajo. Y dicho esto, Lynch me parece un pelmazo inaguantable si de lo que se trata es de divertirme y pasar un buen rato viendo una película. Pero él nunca nos engaña. Si acaso nos engañamos nosotros, que no sabemos dónde nos metemos al entrar en la sala, y además pagando.
Pero queda otro recurso. Como es el de meter el DVD en el ordenador y hacer sobre el montaje del director el montaje del espectador, según nuestros intereses. Quedamos así liberados de comprender y, lo que es peor, explicar las secretas y retorcidas intenciones del director. Este punto me importa especialmente. No sólo no se trata de divertirse, sino tampoco de entender la película. Más bien, de percibirla, que es algo distinto. Y es ahí donde entran las imágenes visuales y sonoras.
Sólo un ejemplo, entre muchos posibles. Una selección de planos del personaje múltiple que encarna Laura Dern. Todo un viaje con una clave
Y LA CLAVE