martes, 5 de mayo de 2020

los miserables 4





Esa luz incierta que destiñe las celebraciones difumina también en el ocaso las sombras de los edificios en el barrio de Montfermeil. Cuando incide sobre la cumbre de los edificios estos ya no se parecen tanto a las escombreras que sugieren las imágenes de las revueltas en el documental como a una atmósfera mística en la que el monolito de Kubrick se pusiera a vibrar. Diríase que la técnica con estas imágenes es la del sfumato: los contornos y límites se van diluyendo conforme se aplican las diferentes capas. Es lo sublime de barriada. 
Y esta podía ser una de las mejores caracterizaciones de la película: hecha a capas. Una película hecha de otras películas cuya presencia se detecta sin que quepa hablar de influencia hermenéutica; motivos icónicos como el ajado e incongruente sofá en medio de la ruina de la nada interbloques vienen a la retina; no hay cainismo en el tratamiento de la policía, la BAC, que nunca se disculpa y que hace del miedo el método de disuasión para que no estalle la brutalidad circundante, pero que trapichea y pacta con los delincuentes y bandas para mantener “su” orden, que es simpática y ocurrente cuando le sale; fundamentalismo religioso de dudoso pasado e inquietante futuro; bandas de gitanos, de negros, de todos los colores, con mediadores que buscan sacar tajada. Y, sobre todo, los chavales sueltos, los chicos de la calle, sin romanticismos pasolinianos, unos cabroncetes aburridos sin pasta, dispuestos siempre a armarla. Todos ellos forman un pentimento en el que se difuminan el poli bueno que se queja, pero no denuncia y la víctima, "el pequeño Issa", que se mea en los pantalones de miedo ante los rugidos del león azuzado y se venga. O no. 

El desencadenante de la tragedia es, al estilo de Kundera, una broma, aquí una trastada. Frente a una película ideológica, de buenos y malos, lo peor es describir un microcosmos de la inintencionalidad, de actos sin sujeto, de la vida como un conjunto de casualidades, no causalidades, mal vistas y peor aprovechadas, lo que contradice la piadosa cita final de Víctor Hugo sobre la responsabilidad social edificante. Aquí lo que piden no es caridad, menos ejemplaridad, sino justicia. Aunque no viene mal la tirada de blockbuster ontoteológico. 





Lo que transmiten las imágenes de todos los personajes, policías, bandas, chavales, es una vida que se va de las manos, en la que de repente “se me va la pinza, se cruzan los cables” con disparo enrabietado semivoluntario que prende el cóctel molotov de la revuelta.  No se trata ni de revolución canora de la utopía ni del futuro negro de la distopía, al final lo mismo, sino de la ausencia de futuro, de caminar al filo de la navaja (sobre) viviendo al día. Es una película de situación de estar, no de ser. Una imagen de espaldas sugiere una cosa, otra, en contraplano, la desmiente. Las dos son la ficción de la realidad como realidad de la ficción. Es lo sublime oscuro pero de barriada. 




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