El pasado 29 de abril publicó Habermas un
artículo en el Süddeutsche Zeitung con el título de “Guerra e
indignación”. Sus reflexiones en torno a la guerra de Ucrania ahí vertidas han
provocado una polémica que sigue durante estos meses. Lo que nadie discute es
su talla como filósofo, tampoco sus valiosas contribuciones en diferentes
tiempos al tratamiento de problemas que afectan al mundo contemporáneo. Así, la
disputa con Sloterdijk sobre las tesis que exponía en “Normas para el parque
humano, una respuesta a la Carta sobre el humanismo”, conferencia de
1999, aparecida luego como libro en el 2000. Más allá de la hermenéutica
detallada de los contenidos (que ya hice en su momento) lo interesante ahora es
subrayar el esquematismo de su recepción: del texto de Heidegger el dilema de
que hay que decidirse por el hombre o por el Ser; de la propuesta de Sloterdijk
el dilema que extrae Habermas: o humanismo estéril o mejora genética, lo que le
acercaría peligrosamente al biologismo nazi del pasado. Entonces me preocupó la
imagen tan pobre del humanismo, cuando no inexacta, que tenían esos filósofos,
tanto el de la Selva Negra, como el mediático o el postfrankfurtiano. Ahora, y
es el sentido de estas próximas entradas del blog, lo que no me convence es el
método que siguen usando: los dilemas.
lunes, 11 de julio de 2022
Habermas y la guerra de Ucrania (1)
sábado, 2 de julio de 2022
sábado, 11 de junio de 2022
(per) versiones del humanismo tecnológico (4)
No hace falta demonizar a las tecnologías para proponerse como salvadores, basta con tener en cuenta todas las aportaciones ciudadanas(utilizándolas como herramientas) a los ámbitos de la educación, la cultura, el arte, las biotecnologías, la medicina etc. La condena de abusos no debe llevar a la demonización de los usos. Desde Ortega ha habido en España una tradición de humanismo tecnológico, ilustrada, que no ha caído en las trampas de lo binario, de las ilustraciones parciales, de tener que elegir entre el “Leviatán tecnológico” de Hobbes o la “democracia liberal” de Locke. Hay más ilustraciones y modernidades.
En línea con otros arrepentidos/as que antes vivían en la pantalla y ahora que están todos se sienten solas, arrecian sus críticas al totalitarismo de lo digital. Naturalmente, hay la salvedad de que en modo alguno se reconocen como negacionistas, pero no hay más que medir el espacio en los libros consagrado a la descalificación de los abusos que las tecnologías (ellas) cometen con nosotros y el destinado a destacar los beneficios del empleo correcto y responsable. Es sintomático que se siga prolongando el discurso distópico de lo que hacen con nosotros y no se destaque en igual medida lo que también desde su nacimiento hacemos con ellas; no subrayan que todo depende de nosotros en vez de que todo depende de ellas.
Si partimos de que somos seres tecnológicos, ciudadanos que usan tecnologías, ese tipo de crítica a las tecnologías es un disparate y una mala herencia de la Escuela de Frankfurt, de la llamada teoría crítica. Si se puede hablar de una teoría crítica digital tiene que serlo de los sujetos que usan tecnologías no de las tecnologías que usan a los sujetos al estilo de las distopías ciberpunk de los 80 y 90. La crítica total a una totalidad estetizada se les vuelve en contra. En esa inversión de los sujetos cabe ver una metamorfosis del determinismo tecnológico: un presente agobiado, preludio de un futuro peor e irresponsable. El humanismo tecnológico menos perverso es el de la responsabilidad pública ciudadana basada en su capacidad de decisión sobre su presente y futuro en el marco de la ley, no en una ética privada de la ejemplaridad y dignidad humanas, buenistas, con más que sobrados ejemplos de corrupción a todos los niveles.
Yo creo que solo con las utopías limitadas nos salvaremos de las distopías ilimitadas. Todo depende de nosotros. Las tecnologías (ellas) en ninguno de los dos casos cambiarán la existencia. Al imaginario del control ilimitado, distópico y dictatorial se contrapone ahora el control utópico, limitado, ciudadano. Lo digital, que se demoniza como una tecnología de dominación, se ha revelado desde hace décadas como una extraordinaria tecnología asistencial. Y no es cierto que por parte de las tecnologías se hurte a los seres humanos la decisión ciudadana, son las instituciones quienes suelen hacerlo. En este caso, el uso de lo digital es lo más opuesto al cambio, especialmente en la educación. Firmar electrónicamente no equivale a ser más capaces de decidir que con la analógica.
En vez de ponernos estupendos estéticamente cuando hablamos de nuevas tecnologías, ¿no sería más sensato reclamar el gris complejo y ambiguo de la teoría?
jueves, 9 de junio de 2022
martes, 7 de junio de 2022
(per)versiones del humanismo tecnológico (3)
Primero unas consideraciones generales y dejo para otro
día la mención específica a España.
Aprovechando la pandemia los peligros parecen haberse multiplicado:
la antítesis virtual/real finisecular se ha rejuvenecido con la próxima pérdida
total de la presencialidad en la disolución on line; el control digital a
través de nuestras pobres huellas de usuarios no deja escapatoria; el sin dios
de las redes sociales es la ley de la selva; las grandes plataformas se lucran
con nuestra sangre digital y monetaria dejando pálidas las distopías ciberpunk.
Son minucias que el éxito de la vacunación haya combinado la presencialidad de
admirables sanitarios con grandes bases de datos que hicieron posibles las llamadas y emisión de
pasaportes digitales, que las redes sociales hayan paliado el encierro físico y
mantenido la comunicación, que las biotecnologías hayan posibilitado en poco
tiempo las vacunas…, El caso es quejarse. Sin embargo, tamaña ceguera en el
pretendido humanismo llorica no es casual y da que pensar.
Forma parte de un contexto más amplio que pervierte el
humanismo tecnológico cuando se apresta a defenderlo. La ignorancia del
humanismo clásico y moderno (más allá de cuatro citas), la carencia de una
teoría de las tecnologías ligada a su complejo uso en el presente, el sesgo en
los análisis y la globalidad descalificatoria en las conclusiones arrojan
serias dudas sobre la validez del método empleado: una crítica totalitaria de
la totalidad. Es decir, antihumanista. No hay que confundirse cuando conceden
que no todas las tecnologías son malas, que todavía puede haber remedio, que
tiene que haber un pacto. No hay que confundirse, no están reviviendo el
proyecto humanista e ilustrado de McLuhan de “pilotar” y “torcer” el signo de
las tecnologías mediante el arte, creando nuevos entornos.
Aunque, como
veremos, se trata de una cuestión de estética política. Con una trampa lingüística
que, no por repetida, es más evidente. Todo lo contrario.
viernes, 3 de junio de 2022
(per)versiones del humanismo tecnológico (2)
En la segunda mitad del siglo pasado (y todavía ahora) hubo un descrédito de la palabra humanismo por identificarlo con una visión antropocéntrica de dominio, basada en antecedentes como el mandato bíblico de dominar la tierra, el hombre medida de Protágoras, el hombre “camaleón” de Pico della Mirandola, centro del universo y capaz de infinitas posibilidades identitarias, con una dignidad proveniente de su creación a imagen y semejanza por dios y, sobre todo, insistían, por la raíz cartesiana, como tecnologías de la mente, de la razón. Basar las tecnologías en la dignidad humana podía llevar inevitablemente a los excesos del “moderno Prometeo”. Las críticas a esta visión antropocéntrica provenían especialmente de las grandes autoras estadounidenses con magníficas obras sobre tecnologías que la identificaban como machista y depredadora de la naturaleza. No ayudaba la conversación de Nixon con los astronautas que fueron a la Luna en la que se invocaba el mandato bíblico del “y dominad la tierra” como justificación de la colonización espacial.
En Europa la situación era, cuando menos, penosa. Había toda una tradición, que llega hasta hoy, de Jeremías y Casandras de las nuevas tecnologías que, atenuada en sus descalificaciones para no parecer demasiado carcas, enumeraba con delectación morbosa todos los peligros que comportan, desde el control panóptico a la desaparición del libro, de papel se sobreentiende, aunque se lea más que nunca, en digital. Me curaron de espanto los escritos sobre la técnica del ultra conservador Ellul de gran predicamento en USA, el “terrorismo tecnológico” de Baudrillard y Virilio. De este último es la tranquilizadora hipótesis de que cada nueva tecnología encierra la posibilidad de un accidente. Su morbosa enumeración en todos ellos no oculta propósitos de autopromoción, de vendernos algo. En España, por las mañanas nos ameniza los desayunos una compañía de seguridad insistiendo en la posibilidad de que te entren en casa y desde luego el riesgo es inminente en tu casa de la playa (que todos tenemos). Una voz, generalmente femenina, dice que se “queda muy tranquila” porque ya le han instalado la alarma. Pues eso, algunas versiones del humanismo tecnológico se ofrecen ahora como empresas de seguridad frente a la deshumanización tecnológica que nos invade. Solo falta que le pongan la palabra “lacra” para caracterizarla, éxito asegurado.
martes, 31 de mayo de 2022
(per) versiones del humanismo tecnológico (1)
"Que veinte años no es nada", dice el viejo tango de Gardel. Según para qué y para quién. En mayo del 2000 publiqué en Revista de Occidente el artículo “Ortega y la posibilidad de un humanismo tecnológico”. Destacaba que, frente a sus compañeros de la generación europea del 14, ofrecía pensando en español una valoración positiva de la técnica. Pero lo que me impresionó más en ella fue la continuidad de su temprano proyecto de superación del idealismo al intentar fundamentarla. Ya no tanto o solo en su conocido texto del año 30, Meditación de la técnica, como en el seminal El mito del hombre allende la técnica y otros de los años 50. En estos años, frente al dilema planteado por Heidegger en el 47, en su Carta sobre el humanismo (hay que elegir entre el hombre o el Ser) Ortega elegía al hombre. Con una particularidad, no desde el discurso idealista de la dignidad ontológica humana, al estilo de Pico della Mirandola, antropocéntrico, sino, más bien, desde el discurso humanista de nuestro Fernán Pérez de Oliva, de la indignidad humana, consecuencia de su modo de estar en el mundo y su desvalimiento subsiguiente, fuente de compasión y solidaridad humanas. Era otro estilo de modernidad, que desmontaba el tópico de “era de la razón” en favor de la imaginación, la auténtica y gran facultad de la modernidad. También vinculaba la técnica, no al dominio, sino a la menesterosidad. En esos últimos años Ortega definía a la cultura como el esfuerzo natatorio para mantenerse a flote en una vida concebida como naufragio. Y la técnica ya no era tanto, como en los años 30, la creación de “sobrenaturalezas” (con las que, en vez de adaptarnos a la naturaleza, la adaptamos a nosotros) sino la creación imaginativa de nuevas realidades para sobrevivir.
¿Significaba todo esto un intento de “actualizar” a Ortega como patrón de las nuevas tecnologías digitales?
martes, 24 de mayo de 2022
viernes, 20 de mayo de 2022
sábado, 14 de mayo de 2022
El libro de todos los amores
“¿Es, en suma, ese nuevo amor al que hemos llegado tras
alcanzar su precio cero un ser inédito, un monstruo nunca visto ni imaginado,
una criatura que de poder ser observada nos moriríamos ipso facto de susto y
placer, de horror y éxtasis, de perfecto odio y perfecta unión? […] El amor de
lo pura y absolutamente desconocido para nosotros los humanos. El amor de lo
radicalmente otro. (Amor cero)
“El esfuerzo que hay que hacer para que el amor emerja a la ficción como sentimiento creíble es casi infinito” (Amor monstruo).
Ese panorama cero es un libro de micrologías, una cartografía de los amores en
la que se encuentran el remoto futuro del Apocalipsis y el remoto pasado del
Génesis. Pero el “Gran Apagón”, no es en rigor una distopía, ausente en estas
del amor que salva, tampoco una fácil regresión bíblica de romanticismo
genesíaco, siendo los contrapuntos entre él y ella (“plata y rubí”) recuentos
de un sexo sin pudor y vergüenza adánicos, de un amor táctil, algo novedoso en
el conjunto de la obra de Agustín Fernández Mallo. El Adán y Eva que surgen de
las ruinas de Venecia no provienen tanto de la ciudad física desmoronándose
como de la ficción de la bola de nieve que la encerraba y ahora, hecha añicos,
libera. El final es otro comienzo distinto del bíblico, el Amor sin
culpa, que no nace de la ruina de la culpa bíblica sino que es anterior a ella,
sin ella, el Génesis antes del Génesis. La culpa ha sido la ruina estéril del
misticismo romántico. No he encontrado en la cartografía del libro “Amor
místico”. Tampoco hace falta, pero es significativa la ausencia.
Más que una “novela filosófica”, como se anuncia en la
faja, sería una “fantasía exacta” de Agustín Fernández Mallo, “como un ratón en
la nieve, tratando de encontrar el corazón de una idea que me ayudase a
procesar lo visto y oído”. Es casi palpable en el libro la ebullición creadora
a la que está sometido el autor constantemente, la lucha tratando de procesarla
conceptualmente a través de la ficción. Al contrapunto se une el retorno, quizá
mejor, la espiral. Agustín no se olvida tampoco ahora de Trastorno de
Thomas Bernhard, de esa lucidez al borde, pero antes, de la locura en los
magníficos soliloquios del “embajador”, la clave. Esto configura una forma de
hacer que se hace todavía más patente en esta última entrega. Lejos de la
tuberculosis de lo rizomático (antiguas querencias teóricas) se menciona aquí
una y otra vez la experiencia gozosa de un pensamiento “enredadera”. Eso no parece filosofía. Es la posibilidad que emerge tras su ruina.
Merece la pena detenerse en ello. Este libro es una obra
sinestésica, poliestética, en la que entran en juego todos los sentidos al servicio de una sensibilidad cognitiva… de los objetos. Aunque afirma,
y tiene razón, que el gusto no es una cuestión estética, sino de supervivencia,
lo cierto (diría el personaje del profesor de latín) es que “sabiduría”, saber, viene
de sapere, de gustar, de que sabio, como ya dijo el poeta Petrarca criticando a los filósofos medievales, no
es el que cita más libros, sino el que tiene el gusto de las cosas, el que es
capaz de paladearlas conceptualmente, aunque sepan amargas. El gusto es el
único modo de supervivencia cultural: que te guste incluso lo que no te gusta,
pero que aprecias. La sabiduría es agridulce. El gusto de las cosas… pero, ¿de
qué cosas?.
Parecería que Fernández Mallo se contrae en algunos
momentos. Destacado como un pionero en la literatura de las nuevas tecnologías
en español (Jara Calles) expresa ahora ciertas reticencias: “No es el «Internet
de las cosas» lo que nos salvará de la soledad individual, sino el amor de las
cosas”. Pero no es el escrito de un viejo/a arrepentidos, muy común en nuestros
días, sino el testimonio de una fidelidad sin desengaños: Agustín ha sido
siempre un usuario que ha tomado a las tecnologías como herramientas, solo eso,
como aquellas que prometían aquello que cumplían: “hágalo usted mismo”. Hay que
recuperar los vídeos con el móvil de su peregrinación a la Spiral Jetty, al
lugar en que enloqueció Nietzsche, o el que le sigue en la “directísima” hacia
la cabaña de Wittgenstein: allí siempre aparece el humilde objeto sorpresa, el
cartucho gastado tras una tapa, la hoja volandera o el clavo escondido. En los
vídeos se oyen sus pasos, se ve la punta de los zapatos, testimonio de esa
necesidad de estar ahí. Hasta cierto punto. No es el viajero romántico. Llama
la atención que quien se ha pateado medio mundo, colgando sus zapatos en el
mítico árbol, renuncie a acercarse físicamente a Passaic, a cuatro pasos, por
pereza, y prefiera hacerlo on line. Para eso están también las tecnologías.
La enredadera, este libro, es la metáfora, expresión, del
Amor expansión, “planta enredadera cuyo destino es crecer sin tregua;
mejor dicho, sin remedio”. La característica de la enredadera es que no se
opone sino que se expande. No es “anti”, una forma deficiente de ser, sino que
suma, y en ello no está la sumisión, sino la diferencia. Tampoco es un
pensamiento dialéctico, estilo escuela de Frankfurt, sino platónico, de ese
Platón genérico que según Whitehead tiene a la Historia de la filosofía como
una nota de página. El cero, el no ser, no es la Nada, sino lo otro, ser otra
cosa, dice en el Sofista. En vez del “es” magro de la definición, es ser
esto y lo otro. Uno se describe, por lo que no es, el concepto más allá del
concepto, la ficción, la “fantasía exacta”. El no ser es el ser que se expande.
Más allá de la etiqueta de la “complejidad” y lo “relacional”.
Tengo la impresión, quizá infundada, de que Agustín con
este libro da un paso más en el método, en el camino, viendo agotados ciertos
paradigmas (Cortázar, Foster Wallace) algo que pudo producirse también en su
obra: las variaciones sobre lo mismo que pueden convertirse en lo mismo sobre
las variaciones. Pero ser “entre” significa tener en cuenta eso, dado por
categóricamente agotado y salvarse en lo “otro”. A ello apunta el Amor cero
antes citado, pero intentemos rebajar la seriedad de la cita. Recreemos la habitación del autor: un
cuarto de hotel con el canal de publicidad silenciado; aeropuertos que insiste
en llamar “no lugares” (hay una anécdota impagable en su obra sobre el no
aeropuerto inclinado de Salamanca); dejemos que se aleje de Jameson: “El así llamado capitalismo tardío no
es tal. El capitalismo no ha hecho más que empezar. (Amor capitalismo)”.
Todavía se puede escandalizar más a poetas que acaban de descubrir el marxismo
académico rentable: “el dinero es el objeto más poético que existe”. Decididamente, no le demos más vueltas, es una
“novela filosófica”.
viernes, 29 de abril de 2022
El desencanto del Progreso
Este es un libro que funciona como un pharmakon: detallando
las falacias en torno al progreso tecnológico (el prurito de la “innovación”) ayuda
paradójicamente también a conjurar los discursos catastrofistas sobre las (no
tan) nuevas tecnologías. Los autores nos hicieron el regalo, allá por 1998, de
la traducción de la mítica antología Mirrorshades. Pero, a diferencia del
ciberpunk, ellos defendieron en obras posteriores que las tecnologías (ellas) no
nos cambiarían la existencia, que eran herramientas, y que lo decisivo era el
uso social que se hiciera de las mismas. Este punto, la vertiente ética de las
tecnologías, su no neutralidad, ha estado siempre presente en los análisis como
espina dorsal de su “quintacolumnismo”. Merece la pena insistir en ello, pues
el enfoque del control ciudadano responsable de las nuevas tecnologías no es habitual. Con
el caramelo manoseado de innovar en la información, la participación digital,
se hurta lo más importante, la decisión ciudadana sobre los proyectos de los
que solo son herramientas, pero afectan a todos.
La crítica al “progresismo tecnológico” no implica en
ellos la renuncia al “pensamiento progresista”. Todo lo contrario. La figura
que lo encarna, “el luddita reflexivo”, se distancia tanto de la “tentación
apocalíptica” como del neoliberalismo, el “capitalismo salvaje” y la “economía
informacional” apostando por el cambio social mediante pactos y regulación de
las tecnologías. Conjurando el fantasma del determinismo tecnológico, recomiendan
no olvidar el pasado, pues no todo tuvo por qué ser así, ni todo tiene por qué
serlo ahora y menos en el futuro. Comiencen a leer el libro por la “Coda”.
Nostálgicos del “corto verano de anarquía digital” que
significó el software libre, todavía resuenan en mi cabeza las broncas de
Andoni en los Congresos por usar Windows en vez de Linux. Agachábamos la cabeza
los traidores y no sabía dónde meterse Javier Echeverría.
viernes, 22 de abril de 2022
jueves, 3 de marzo de 2022
sábado, 26 de febrero de 2022
Fritz Lang y el expresionismo más una imagen
martes, 15 de febrero de 2022
Belfast 3
sábado, 12 de febrero de 2022
domingo, 6 de febrero de 2022
Belfast 2
Es necesaria, más que nunca, una crítica de la imagen,
tener criterios, saber distinguir. Por ejemplo, con una película reciente, Belfast.
En principio podría ser catalogada en el subgénero de “películas con niño”.
Estas suelen despertar buenos sentimientos. Y mira por donde es lo que sucede
en esta película que despierta malos pensamientos en algunos precisamente por
ello. No es suficientemente ideológica. Ha sido catalogada como “feel good movie”, una treta para obtener premios y obviar
el fondo de la tragedia de Belfast. La clave parecería estar en el texto de Godard, ya que se muestran en primer plano imágenes de la cara inocente del niño
y de los atentados en Belfast, excesivas imágenes de sus momentos de
felicidad y pocas de los sufrimientos de la población por causa de la violencia
ambiente. Habría, pues, una cierta “amoralidad” porque unas desactivarían a otras, una manipulación emocional.
Los prejuicios nublan con frecuencia el juicio. Si
aparece en uno de los planos la fecha “Belfast 15 de agosto de 1969” ya se sabe de antemano
cuáles deberían ser las imágenes adecuadas para que la película fuera como
debe ser, es decir, refleje lo que es, entendido como debería ser. Es una forma de operar de los “críticos” muy
frecuente en todos los ámbitos: cuando juzgan trabajos de otros no se centran
tanto en lo que han hecho como en lo que deberían haber hecho dejándolos
ninguneados, aunque camuflen su inoportunidad bajo la forma de solo son “sugerencias”.
Cuando se trata de “mirar” en cine es preciso tener en cuenta, por un ejercicio
mínimo de responsabilidad icónica, la
mirada de los otros, entre ellos la del director y los personajes. El contraste entre el ayer y el hoy ya aparece en los primeros planos de la película:
Una de las cosas que más me sorprenden y gustan de ciertas películas actuales es que, con frecuencia, el director intenta situarse en la mirada de sus personajes más que en la suya propia. Ya lo analicé en un post sobre la serie Babylon Berlin. La perspectiva cambia completamente. Y la atención a la mirada en esta película es decisiva porque pretende ser, aunque no únicamente, la mirada de un niño contada años después. No la de un adulto que sabe lo que pasó antes, está pasando y pasará luego. La mirada de este niño es la mirada del estar a cada momento. Puede discutirse si lo ha logrado o no, pero no se puede obviar la perspectiva. Esto se hace patente en la secuencia, no de un plano, sino de varios que se presentan al comienzo de la película: la cámara en un movimiento de roll gira 360 grados alrededor de la cabeza del niño, mostrando sus estados cambiantes de ánimo ante lo que está viendo.
jueves, 3 de febrero de 2022
Belfast 1
“En el fondo, lo que me resulta chocante en Hiroshima
es que las imágenes de la pareja
haciendo el amor en los primeros planos me dan miedo por la misma razón que las
de las llagas (igualmente en primeros planos) ocasionadas por la bomba atómica.
Hay algo, ya no de inmoral, sino de amoral, en mostrar así el amor o el horror
con los mismos primeros planos” (Godard).
Ambas imágenes, las del erotismo y el horror, son
estéticamente muy potentes y destaca su fuerza sobre otra consideración. Según
Schiller, Godard tendría razón aunque se sintiera incómodo: la fuerza estética (cuando
la hay) no tiene nada que ver con la moralidad y, de hecho, prevalece sobre
ella. Son dos esferas distintas, aunque relacionadas. Y, sin embargo… Queda una
profunda desazón porque falta algo. Falta una responsabilidad estética en el uso
de las imágenes y esta se refiere, en este caso, a si estamos o no ante una
manipulación emocional utilizando los mismos recursos estilísticos como son los
primeros planos. Godard cree que sí. Probablemente, los neurocientíficos con sus
células espejo dirían que también. En los primerísimos planos se potencia un
proceso biológico identificatorio (de identificar e identificarse) inconsciente
que debe ser tenido en cuenta. Es independiente de las intenciones del creador
y del receptor. Se trata del rasgo biológico inintencional de las imágenes al
que se suma el cultural del simbolismo adherido a ellas como memes a lo
largo del tiempo.
No estaríamos, pues, de una provocación más en el caso de
Godard (que posiblemente también) sino de la expresión de un malestar por una
falta de responsabilidad con la imagen cuando esta se manipula emocionalmente
sean cuales sean las intenciones. Y las de Resnais no podían ser mejores al
igual que las de su Noche y niebla sobre el Holocausto, también
criticada por Farocki por manipuladora. ¿Está justificada la manipulación
emocional de y con las imágenes? Colocada en la misma secuencia y con el mismo
tipo de plano una imagen erótica y otra de sufrimiento extremo esta última
queda neutralizada, a juicio de Godard, ahogada en una pornografía emocional
que califica de “amoral”. Lo mismo sucede con los primeros planos de la mano
atrofiada y retorcida consecuencia de la radiación nuclear y de la que acaricia
morosamente la espalda de los amantes. La película de Resnais pertenece a la
nouvelle vague, el cine literario por excelencia, imagen y texto se
retroalimentan. El problema es cuando el texto dice una cosa y la imagen la
contraria aunque se pretenda la armonía. Sucede con mucha frecuencia.
Esa manipulación emocional está a la orden del día en otros
tipos de planos y con una intención moralizante. Decía Win Wenders: “no se
pueden soltar sermones desde la pantalla”. Es inútil: hay cierta clase de
público que necesita su dosis de sermón icónico para sentirse bien sintiéndose
mal, ese “horror delicioso” del que hablaba Burke. Y donde hay demanda hay
mercado. Solo así se entiende que El cuento de la criada se alargue sin
ahogarse en el tedio estético por su falta de calidad después de los primeros
capítulos. Hay una verdadera necesidad de moralina, lo que no significa que esa
necesidad sea verdadera. ¿En qué sentido?
La filosofía podría aportar mucho desenmascarando la
falacia naturalista de confundir el “es” con el “debe” en materia de imágenes,
una de las fuentes de la manipulación emocional, de la necesidad de impartir
doctrina con imágenes. Máxime cuando esto puede llevar a un nihilismo no pretendido.
Recuérdese la caracterización del nihilista según Nietzsche: es alguien que
piensa que el mundo tal como es no debería existir y que el mundo tal como
debería ser no existe. Si sumamos Hume a Nietzsche entonces nos encontramos con
que no hay imágenes de lo que no debería haber aunque lo haya. Es una falta de responsabilidad icónica, de hacer visible lo visible. Son las imágenes
que faltan como aquellas a las que alude el título de la obra de Rithy Panh, sepultadas,
desaparecidas en las otras, ignoradas, escondidas. El idealista-nihilista
consumado lo tiene claro: la esencia de lo real es lo (el) ideal.
Dejo estas imágenes de Belfast como enlace para el
siguiente post:
miércoles, 2 de febrero de 2022
lunes, 31 de enero de 2022
Macbeth
Póster de diseño que aúna el clasicismo de las letras y
la vanguardia de la máscara en el contraste intenso de los colores. Letras que
anuncian la tragedia y máscara que escancia su sangre. Una muestra de lo que ha
dado en llamarse “el clasicismo de las vanguardias”, que lo hay, aunque parezca
un oximoron. El color y el formato de pantalla son importantes, no solo el
blanco y negro de rigor sino el 1:33 casi cuadrado que surge vaciando la
pantalla por los lados. Vuelve el cine de arte y ensayo en estos guiños
estilísticos que permiten las consabidas referencias a Dreyer, Welles,
Kurosawa, Bergman… Sin olvidar, claro, al tópico recurso: el expresionismo.
Donde estén las sombras no puede faltar la cita. Por momentos acuden también
las sobreimpresiones asociativas con el hieratismo estatuario de Resnais en El
año pasado en Marienbad. De Chirico y Piranesi no andan lejos. Ya con estos
antecedentes cabe augurar una película de premios más que de público como casi
todas las de culto.
Una vez claras las influencias quizá sea oportuno
destacar los “caprichos” (arte) que permiten entender y disfrutar la película.
El primero de ellos referido a los protagonistas. Según la tradición cabía
esperar en ellos cuerpos jóvenes agitados por ambiciones desmedidas. No es así.
Son viejos, sesenteros, con improbables habilidades para el combate o la
concepción. Tampoco se esfuerzan por parecer verosímiles. Es una ambición
crepuscular representada con eficacia. Sus parlamentos prosaicos, sin lo enfático de la declamación poética más bien parecen en ocasiones rutinarias
discusiones conyugales, fruto de un afecto largo tiempo enfriado, que
conflictos extremos de una pasión sobrevenida. ¿Por qué? Porque nosotros somos
viejos, han explicado el matrimonio de director y actriz protagonista y les
apetecía (están en su derecho) que los protagonistas se instalen en los
umbrales de la tercera edad.
Hay más. La “modernidad” del elenco estriba también en la
diversidad racial inclusiva que sorprende respecto a la tradición monocolor.
Como ha señalado muy bien Denzel Washington habrá un momento en que no haga
falta llamar la atención sobre esa diversidad porque será un hecho normal, no
solo peaje de una obligada re-visión de la historia como se está llevando a
cabo ahora en buena parte del cine. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas desde
que se abriera paso Sidney Poitier en aquella memorable Adivina quién viene
esta noche. Pero no lo suficiente.
Sin duda, el “capricho” más demorado (según ellos) ha
permitido disfrutar de la que quizá es la mejor interpretación condensada de la
película, la de Kathryn Hunt. Compone al inicio una de las más sorprendentes
performances que se hayan visto en la
pantalla. Es puro lenguaje corporal de las fuerzas elementales que se
manifiestan a través de ella metamorfoseada en las tres brujas. Es la boca de
la profecía de otros seres superiores, más profundos, (recuerdan a Las
Madres de Goethe) que por un momento Macbeth alberga en su mano sin que le
esté permitido darles órdenes cuando quiere saber más. Su emergencia en la
habitación enlosada a través del agua primordial, su desaparición una vez
entregado el mensaje, constituyen uno de los momentos plásticos más poderosos
de la película.
Son imágenes de las que tejen el tejido (textus) de las
vidas humanas narradas en el texto de Shakespeare. El destino acaba siempre cumpliéndose
al final, pero es ambiguo y oracular en sus términos e incierto en su
desarrollo. El director de fotografía
Bruno Delbonnel ha sabido plasmar esto magistralmente en una serie de
potentes imágenes ambiguas que son las que realmente tejen la película. Son la
más pura expresión del “capricho” tal como se entiende en arquitectura: una
fantasía creada en el set de rodaje, castillo y páramos de Escocia
artificiales, espacios sin lugar. Llaman la atención inmediatamente, por
obvias, las imágenes de la niebla, aptas para la fantasmagoría, pero son
todavía más sutiles las espléndidas de las sobreimpresiones en que las
arquitecturas soñadas abren la puerta de lo sublime dinámico.
En el estudio de cine se recrea en un contrapicado
vertiginoso el suelo geométrico de la habitación de un castillo en que no se
sabe si es de noche o día; de la niebla del vacío va surgiendo la figura, el
decorado de la ruina de una cabaña con la fantasmagoría de Friedrich; una ruina
que luego resultará improbablemente habitada; perdida en el páramo de lo
elemental, aunque bien señalizada y accesible.
Muchos espectadores conocen los textos, no es un secreto
el desenlace. Por eso, la clave de la película no está en la acción dramática
que acaba inexorablemente en tragedia sino en la imagen, en los caprichos de la
imaginación exacta. Y aquí no solo entra en juego lo visual sino lo sonoro,
esos golpes sordos que interrumpen pensamientos, soliloquios en forma de diálogo
y momentos de la vida en corte. Todo ello crea un contraste sumamente
interesante que mantiene en vilo al espectador interesado, no tanto en lo que
va a pasar, ya conocido, sino en lo que todavía no ha pasado, por no percibido
aún. La tortura, pasión, inseguridad de los personajes, en sus parlamentos
contrasta con la frialdad de los muros que no albergan la tragedia, sino que
transcurre en ellos, pasa en ellos, pasa de ellos. Los personajes recitan, los
espacios hablan, a su manera. Los umbrales suben hasta el infinito oscuro de lo
sublime abandonando a los seres humanos. A estos, como en el más puro
nihilismo, solo les cobija su propia inseguridad.
La película construye una arquitectura audiovisual de la
fatalidad. Y su categoría estética es la de fuerza (la fuerza del destino)
separada de la moralidad. Donde impera la fatalidad anda siempre cerca la
brutalidad a través de la que se ejerce. Lo existencial cede aquí el paso a lo
mitológico. En esta adaptación los protagonistas son monstruos tardíos manipulados,
empujados por pasiones sobrehumanas de las que no pueden estar a la altura. El
acierto del director, técnicos y actores ha sido el saber metamorfosear esos
afectos especiales en unos efectos especiales memorables.
Thomas
Cole. El diablo arrojando al monje desde el precipicio.
jueves, 27 de enero de 2022
viernes, 21 de enero de 2022
lunes, 17 de enero de 2022
viernes, 14 de enero de 2022
aniquilar
Son tres relatos que se diluyen (¿aniquilan?) en una historia de amor. Houellebecq no ha tenido tiempo de ver Matrix Resurrections antes de escribirla, pero es posible que su personaje, Paul Raison, sí ya que la acción transcurre entre finales de 2026 y 2027. El dato no es banal. Después de años de extrañamiento acaba de descubrir que su mujer es muy parecida, casi idéntica, a Carrie-Anne-Moss en Matrix Revolutions, a esa Trinity cuyo póster decoraba su habitación de adolescente y animaba sus fantasías. Ficción y realidad se mezclan en esa historia de pérdidas y recuperaciones.
La novela tiene como -quizá todavía más- las anteriores una estructura de caleidoscopio social en la que el escritor va vertiendo sus observaciones a menudo ácidas, pero no exentas de humor e incluso de ternura: alojarse en un Ibis es un acto de humildad cristiana. Todo ello, entremezclado con la descripción minuciosa de sueños, prolijas reflexiones históricas, sociales y aún filosóficas puede dar la impresión de una narrativa a ratos deslavazada. Más aún, puede invitar a ponerle otra vez la etiqueta de “nihilista” y provocador apoyándose en el título de la novela. Sin embargo, me atrevo a proponer que se preste atención a las potentes imágenes que, a veces, dibujan algunas pocas palabras. Paul se topa en los pasillos del hospital con una anciana de unos 80 años, espelurciada, desnuda, solo con un flojo pañal por el que se escapa un colgajo de mierda que mancha su pierna, empujando desorientada el andador…
La piedad sobre el desvalimiento humano en el presente se impone a digresiones metafísicas sobre el absurdo de su condición. Houllebecq y su personaje no aman al mundo (afirman) pero sí a la vida, es decir, al presente. Para vivir es necesario, dicen, eliminar lo que es una condición oculta del nihilismo: la esperanza. Paul tiene sueños, muchos, pero todos nocturnos, con retazos de la vigilia, no diurnos, de esperanza como los de Bloch en El principio de esperanza. Casi es schilleriano cuando repite una y otra vez que no hay derecho a sacrificar al ser humano del presente por el futuro. Y si no hay más remedio es preferible un fin apacible poshumano como el de Daniel en su libro y película La posibilidad de una isla. Casi se me olvidaba, Paul es un gran burgués, un enarca, eso sin duda facilita vivir (en) un presente sin esperanzas. Paul no cree que se pueda mejorar el mundo, por no votar en política no vota ni a los suyos. El profundo amor a la vida se manifiesta en la bebida, los restaurantes, los paisajes y, especialmente, en el sexo, incluso en momentos terminales. O, sobre todo, en ellos. Como en el sexo (observa) así en la vida había intentado hacerlo todo: de lado.
Vivir de lado tiene sus ventajas y propicia una estética jánica de desdoblamiento: la vida es absurda, pero no se vive mal mientras nos dejan. No oculta su admiración por Pascal y su forma descarnada de referirse a la condición humana. De esta manera Paul se ve como una “nada relacional” como “isla rodeada de nada”, sin ataduras de amigos y relaciones sociales. Hasta cierto punto. En una isla, pero con Prudence y amigos fieles como Bruno, siempre dispuestos a echar una mano, y una familia que le quiere a pesar suyo. Él mismo se extraña de ser tan querido. No es malo el balance: “en resumen: había vivido”. Y respecto a ese futuro, tampoco queda excluido y sale hasta mejorado, como en el verso de Musset que citan: “de un siglo sin esperanza nace un siglo sin miedo”. No es poco.
lunes, 10 de enero de 2022
Matrix re-visionada
“A mí lo que me interesa es que podemos creer en un futuro en el que todo está destruido, en el que las máquinas nos consideran la peste, pero en el que hay una persona especial que lo cambiará todo”.
(Declaraciones de Juanma, 17 años, después del estreno de Matrix Revolutions. El País, 6 de noviembre de 2003)
Con la sensibilidad que le caracteriza para todo lo referente al apocalipsis tecnológico de cualquier signo El Pais recogía estas declaraciones a horas intempestivas pues la secuela fue programada en diferentes franjas horarias para evitar el pirateo. Los avispados posmodernos no dejaron de subrayar la ironía del intento, ya que se trataba de una película de hackers. Juanma había detectado lo esencial del mensaje: la llegada de un cybermesías. En la atmósfera de misticismo tecnológico que rodeó a las películas desde su aparición el mensaje se abrió paso entre los más humildes (aka descerebrados) hasta la presente. Ahora el estreno de las secuelas de los blockbuster está programado y llega puntualmente a casa por Navidad, también esta, pero Neo, el Mesías, está perdido mientras oye las ocurrencias de sus pastores (“bullet-time”). Nosotros también.
Quienes se acerquen a esta secuela con la nostalgia de Ana Iris Simón para saber algo acerca del “abuelito” Neo y la “abuelita” Trinity en la Mancha de Matrix solo aguantarán los 55 primeros minutos. El que esto escribe fue visitado por Morfeo y se durmió pacíficamente (no es broma) durante los soporíferos diálogos con la general en Io y las minucias relativas a la preparación del ataque final. Luego tuve que castigarme oyéndolos. Con todo, desperté a tiempo para presenciar la orgía de violencia gratuita digna de Tarantino y sufrir uno de los cierres más cursis desde Nivel 13. El futuro es de color sepia, el pasado verde oscuro tirando a azul cobalto, entreverado de neón. El presente no existe, todo es retro futuro. Aunque no exactamente.
Recomiendo comenzar a ver la película después de los créditos últimos (antes de largarse buscando la salida) aguantando esa inesperada secuencia. Ahí está una de las claves. La de que no es exactamente retro futuro. Se inserta en un contexto habitual en cierto cine de hoy: la re-visión de la historia. Ojo, no la re-escritura. En este caso del cyberpunk y la seminal Matrix primera. El código de acceso ha cambiado y el viejo produce un glitch en el nuevo. El cambio se visualiza en una imagen y repite una y otra vez la palabra ya obsoleta: binario. Ya no vale el código binario. Es un código de nostalgia. Pero sirve todavía como referencia simbólica. De vez en cuando introducen imágenes en la primera parte para, dicen, alimentar la nostalgia de Neo. Pero las imágenes potentes del antiguo Morfeo (no invitado) todavía contrastan más con las del membrillo actor que lo sustituye. Bugs, de la nueva generación, ya no acepta la visión binaria del mundo y una elección que, en vez de ser un signo de libertad, reduce su vida. Puestos a elegir entre pastillas hoy día es más útil un paracetamol.