Ni la película
de 1996 es un remake de la de 1915 ni tampoco la serie de 2022 de ambas. El
concepto de remake como “nueva versión” no se aplica en este caso. Es, tomando
el título de Chandler y Altman, un “largo adiós”; si se quiere una “larga
despedida de la modernidad” posmoderna en forma de juego de muñecas rusas; pero
también de esa posmodernidad misma (broma sobre el "lesbianismo posmoderno"); es
la vuelta al mito ante la imposibilidad ya de la vuelta del mito; porque de él (pro) venimos se impone el entretiempo; en este caso una vuelta al cine mudo de comienzos del XX con su mitología de
“ha llegado el tiempo de la imagen” de Abel Gance; del séptimo arte como forma
de llegar a las cosas mismas ante la crisis de la cultura occidental; de la nostalgia
de esas primeras miradas inocentes sin contaminar que busca la generación
cercana a Assayas, como Angelopoulos en La mirada de Ulises (1995) o
Wenders en Historias de Lisboa (1994); el resultado es el estancamiento
del que solo salva el seguir rodando, viviendo; porque las imágenes, como los
libros, ya no son ahora de la realidad, sino de otras imágenes convertidas en
ideas, así se desespera René Vidal (Léaud) en 1996: Irma Vep es ya solo una "idea" y
no se puede hacer nada en cine con una idea, se lamenta; por eso en las dos
películas las personas, Maggie, Mira-Alicia, acaban siendo más importantes que
el personaje, Irma, y gracias a ellas puede el director desdoblado seguir
adelante. Y también la original Irma Vep, Musidora, renacer.
Cuando se
colocan el traje de seda, látex o terciopelo, las actrices experimentan todo un fenómeno de desdoblamiento y
de transfusión. De ahí la importancia que se da a su material y ajustado: es la máscara que propicia el tránsito de la
persona al personaje y viceversa. No solo se convierten en ladronas ocasionales, sino que ganan una libertad que les hace huir al final en busca de proyectos
más acordes con sus deseos, Maggie con Ridley Scott y Mira con otro director,
escapándose del contrato-cepo lucrativo de Gautier. La industria cultural puede
dejar de ser así un oxímoron para convertirse en una auténtica salida gracias a
la ambigüedad de las situaciones. Las actrices se sienten formando parte de ella
y repiten que, ni en 1995 ni en 2022, son Irma, ni forman parte del
mundo de Assayas- René Vidal, aunque les convenga visitarlo por prestigio o cambio de aires en sus carreras.
Y han sido elegidas como protagonistas
justamente por ello: son actrices de acción, artes marciales, viajes espaciales,
de entretenimiento en suma, aportando la dosis de sentido común que parece
faltar en los rodajes caóticos de la “vieja ola”. Las series (“películas
alargadas”) propiciarán la vuelta al mito, ya no solo por sus raíces en los
novelones del XIX. Las series propician con nuevos medios, inalcanzables a las películas de culto, esa transfusión de
sangre actual que salva al clásico haciendo lo imposible: que vuelva el mito. Así revive, en
ese “vampirismo”, la Irma Vep original, Musidora, convirtiendo el rodaje, no tanto en
la vuelta a otro tiempo, sino en el espacio de entretiempos, con sus imágenes recurrentes y las citas de sus diarios; salvando incluso a René Vidal del envite de lo políticamente correcto acusándoles de “sexualizar la violencia” en las escenas. El cine independiente
tampoco aparece como una alternativa, ya que "predica hasta el hartazgo", afirma Eidinger, el yo desmelenado de Assayas.
En el “largo
adiós” el tiempo fluye en los meandros del delta del recuerdo empujado por el
futuro que retrocede. Viene a la retina la imagen de un Marcelo Mastroianni
copiando un cuadro de Cézanne sobre la montaña Sainte-Victoire y siendo objeto
de mofa por parte de Jeanne Moreau sobre la inutilidad de tales intentos. Como
sucede con los comentarios jocosos de los equipos de la película y de la
serie. Pero el mismo Antonioni da la
clave en Más allá de las nubes, cuando lo que vemos no es un remake, ni
nueva versión, sino la antigua imagen idílica de la montaña de Cézanne, cercada,
contaminada, por los humos de las fábricas de ahora, ¿del entretenimiento?. El
cuadro del pasado es otro cuadro en el presente y, por tanto, muestra de la
imposibilidad de recrearlo. No se trata de la creación como recreación, sino,
nuevamente, del acto de pintar, del rodaje sobre ello, con los comentarios,
interrupciones y sin visionado de obra final. No se trata del rodaje de la obra, sino que el rodaje mismo es la obra. No hay el mapa del original para entenderlo, pues la orientación no la dan los mapas extendidos, sino las capas
intercaladas. La película ya no es una creación (término esencialista del
“arte” unívoco) sino una producción. Y ahora sí, la serie puede ser una obra de
arte, es una obra de arte, ars, de un saber y poder hacer, despojada del
mito romántico de la creación al que, no obstante, en términos coloquiales de
fiesta de pueblo, se rinde “tributo” en los diálogos.
Comencé estas
notas por el final del visionado, por el sentimiento de sentirme traicionado con
un planteamiento dialéctico cuando esperaba uno complejo. Hay, efectivamente,
una traición, pero no es la de Assayas a los espectadores con las imágenes
finales, sino la del René Vidal- Assayas a sí mismo. Es consecuente. Seguir viviendo, rodando, implica "renunciar", poner límites, decía Goethe, ser en el límite, ahora. Y así se llega al final de la serie, al “fin apacible”
(Kundera).