lunes, 14 de octubre de 2024

El juicio de Eichmann 2

 


Las palabras de la historiadora Olga Wormser (anterior post) se sobreponen a la socorrida frase de Hanna Arendt sobre la “banalidad del mal”. En otros lugares (Fenomenología de la alienación) me he referido a lo improcedente y desafortunado de esta frase. Nada menos que Claude Lanzmann la calificó como una “soberana tontería”. Los directores no la mencionan, aunque sí aparece su fotografía como asistente a una parte del dilatado juicio.  La necesidad de entender antes de juzgar, para que no vuelva a repetirse, objetivo de los dos documentales, los lleva con buen criterio a acudir a los testimonios de las víctimas, no solo a hablar en lugar de ellas. Los resultados, unidos a otras declaraciones, no dejan de ser sorprendentes, y abren nuevas perspectivas de la tragedia del Holocausto. Amargas. Como se temía la historiadora no bastaba la perspectiva edificante del sentirse bien condenando. Y si a los testimonios de las víctimas se sumaba el de Eichmann, de “banalidad del mal” nada, cabría añadir. Más adelante me referiré a lo reproducido en los documentales, pero antes merece la pena mencionar algo no incluido en ellos y que es de suma importancia para entender la personalidad de Eichmann.

Sesión 105 del juicio, día 20 de julio de 1961, el juez Raveh le pregunta al acusado por unas declaraciones suyas en las que afirma que durante toda su vida se había esforzado por vivir de acuerdo con la “exigencia total”. Eichmann precisa que “yo entendía por ello que el principio de mi voluntad y de mi esfuerzo pudiera ser elevado en todo momento a principio de una legislación universal, tal como aproximadamente lo expone Kant en su imperativo categórico”. Para sorpresa de todos siguió explicando que durante la guerra había estado leyendo la Crítica de la razón práctica de Kant. A la pregunta del alucinado juez si eso significaba que la deportación de los judíos la había realizado siguiendo el imperativo categórico kantiano respondió que no. Y la línea argumentativa retorcida muestra que no se trataba del ser insignificante, gris, banal, capaz de desencadenar (incomprensiblemente) una catástrofe. Precisó que la referencia kantiana solo tenía sentido si era dueño de su voluntad, pero (aquí está la clave) en esa época estaba sometido a otro poder que anulaba su libertad y al que debía obediencia, a la autoridad. Por tanto:


domingo, 13 de octubre de 2024

El juicio de Eichmann 1

 







El juicio a Adolf Eichmann. Michaël Prazan , 2011.

El juicio de Eichmann. Elliot Levitt, 2023.

Cuando se trata de la estética política de la imagen no basta con las buenas intenciones, sino que es preciso tener criterios icónicos. De lo contrario, los resultados pueden ser distintos a los esperados. Al acabar de ver estos dos documentales se tiene una sensación agridulce. Por una parte, hay un esfuerzo de objetividad inédito en un tema tan controvertido, dada la pluralidad de los testimonios aportados, algunos contradictorios, hasta tal punto que parecen volverse como un búmeran contra sus directores y quienes organizaron el juicio. La figura de Eichmann sale reforzada, y se ha perdido una ocasión única de generar conocimiento. Expertos invitados discrepan sobre la estrategia del Fiscal General del Estado y constatan que se le escapa el preso y no lo tiene “acorralado”. Luego viene el veredicto, que no diluye la sensación de torpeza procedimental. Esto se puede comprobar muy bien en el documental de Levitt.

 A pesar de las declaraciones iniciales y de principios expresadas en ellos, que permiten suponer un desarrollo lineal, sin embargo, abundan los discursos contrapuestos y sobre todo imágenes que mandan un mensaje distinto. Y esto no tiene nada que ver con la culpabilidad manifiesta de Eichmann sino con un deficiente manejo de la imagen, torpeza en el montaje y falta de solidez en el argumentario. Han dispuesto de un material de archivo muy abundante, como consecuencia del largo juicio, y quizá no han respondido a los propósitos de este.  La razón de la retransmisión en directo del juicio (se nos dice en el primer documental) fue convertirlo en “el primer acontecimiento mediático de masas”. Se insiste en que el objetivo era, más que la condena por un crimen monstruoso para el que no hay pena suficiente, conocer los motivos que llevaron a Eichmann a participar en él, dar voz a las víctimas y, mediante la retransmisión en directo, que todo el mundo recordara, la joven generación lo supiera, y no olvidara lo sucedido para que no se repitiera. Es inevitable pensar en la afirmación de Adorno de que lo más terrible de Auschwitz no es que hubiera sucedido una vez, sino que siguiera sucediendo: la aniquilación de la diferencia.


domingo, 6 de octubre de 2024

Megalópolis

 


Comencé a verla con prejuicios. Las opiniones sobre ella se situaban en los extremos, más en uno que en otro. Un atrabiliario crítico español ya la había calificado de “disparate”. No se juzgaba tanto lo que había hecho sino lo que tenía que haber hecho, una actitud muy común que va desde los espontáneos like a los sesudos tribunales de tesis doctorales. No ayuda tampoco mucho estar preso de series anilladas políticamente correctas, los descerebrados productos coreanos de Netflix (los turcos se salen) o las delicias ascéticas con mensaje de Filmin. El “disparate” de calidad tendría como preludio el económico, pues formaba parte de la publicidad que Coppola se había endeudado hasta las cejas, vendiendo viñedos y propiedades hasta llegar a los 120 millones de dólares que ha costado la aventura.

Comencé a verla con prejuicios y al poco tiempo quedé deslumbrado por las imágenes que, al fin y al cabo, es por lo que se viene al cine. Es una película testamentaria, pero a diferencia de otras recientes, es divertida, innovadora, siempre en la cuerda floja de la imaginación más desbordante, con efectos visuales que habría soñado El hombre de la cámara. A ratos tiene uno la sensación es la de estar sumido en el vértigo de la locomotora inicial de Berlín, sinfonía de una gran ciudad. Megalópolis, Metrópolis, Babylon…, bacanales de la imagen, aunque esta no brilla por las imágenes de las bacanales romanas, en las que anda poco fino Coppola, más dado a las wagnerianas apocalípticas. Recuerda un poco el cine de cartón piedra de las películas de romanos.



En ese caleidoscopio de imágenes está casi todo: el retrato de Adam Driver al estilo Renacimiento en la escena del pacto fallido con Cicerón; no podía faltar el Hopper en el tren final; tampoco el generoso barroco hibridado de steampunk (gigantesco reloj dorado) en los planos que recuerdan a los obreros suspendidos en la construcción del Empire State; la bola Rosebud de Ciudadano Kane;  y lo mejor de todo, el surrealismo daliniano y el gran ojo omnipresente en cualquier distopía que se precie. Como se nos recuerda en los diálogos, la película parece que va de utopías y de distopías. No lo sé muy bien pues confieso que me he saltado varios párrafos, de esos que menudean en las películas con pretensiones de profundidad y que gustan mucho al personal: gansadas con pretensiones metafísicas, significantes vacíos que diría el entendido. Se trata de la traición de las palabras a las imágenes, parafraseando a la inversa a Magritte.




Y eso tiene un precio: se ha colado la crítica por lo que no ha hecho. Entre paréntesis, confieso que también por eso me gusta la película. Lo que no ha hecho es desarrollar la tesis explícita de una película que así podía ser catalogada de políticamente correcta. Y alguna gente se siente estafada. La película se anuncia en la carátula como una "fábula", y es sabido que toda fábula tiene su moraleja. De hecho, pone imágenes de época de Hitler y de Mussolini y lo suyo, lo debido, es que hubiera aprovechado para hacer un enlace con, vamos, meterle un viaje a Trump, y hacerle un favor al decrépito Biden. Un ejercicio de “ejemplaridad”, como les gusta a los nuevos moralistas. Sin embargo, el corrupto Cicerón tiene su corazoncito de amantísimo abuelo y, al final hay un pacto que, como en la película Metrópolis, tiene toda la pinta de repartirse la ciudad con su yerno, Catilina, hija mediante. Este, el artista utópico, lejos de ser ejemplar (parrafadas y vida sublime) se mete de todo y hace el indio a la menor ocasión. En medio, la bellísima hija del alcalde Cicerón, no precisamente un icono feminista, sienta cabeza y concibe el hijo que propiciará la reconciliación. Intolerable. Las imágenes finales de la familia unida en torno a la bebé son (coincido) de vergüenza ajena, de kitsch subido. Aunque, no más que otras rosadas que hemos visto al término de películas donde se ventilan falsas alternativas de utopías y distopías. En todo caso, dicho en términos castizos, quizá ha pensado Coppola que, para lo que le queda en el convento, hace lo que le da la gana. Y se lo financia. Y el resultado es espectacular.

Porque, más que ese supuesto mensaje final de esperanza, si es que lo hay, está la recomendación explícita en la película de: “Enjoy the show!”. Algo a lo que no parecen estar dispuestos algunos críticos edificantes. Estoy leyendo ahora un libro excesivo, divertido y muy inteligente de Manuel Rivas, El mejor libro del mundo. Ahi encontramos esta perla: “Santo coñazo de los moralistas españoles, siempre dando la brasa, siempre acorralando la vida privada, que yo intento defender en estas páginas, porque la vida privada es para los moralistas españoles lo mismo que la luz del sol para los vampiros”. Pues eso.

 

 


miércoles, 18 de septiembre de 2024

viernes, 16 de agosto de 2024

miércoles, 31 de julio de 2024

lunes, 22 de julio de 2024

una limosna

 "España pide a los españoles una limosna de buen sentido"

(Ortega y Gasset)

sábado, 20 de julio de 2024

viernes, 12 de julio de 2024

domingo, 7 de julio de 2024

miércoles, 3 de julio de 2024

domingo, 30 de junio de 2024

viernes, 28 de junio de 2024

domingo, 23 de junio de 2024

Madre de corazón atómico

 



“Resulta inconmensurable la capacidad que tienen los detalles para fijarse en la memoria, generar años más tarde un verdadero corpus sentimental”.

Galletas Artiach y arándanos, pero no es Proust; tenaces garrapatas que esperan alojarse en el mismo sitio a través de tiempos distintos; viaje de niño y cerdo, escorzo sentimental de la trillada historia de la guerra civil; padre y cerdos/vacas, miradas que se cruzan en escritura de viajes como viaje a la escritura, 1967 y 2010, Kansas; habitación 405, página en blanco con un enlace web, los dos como nodos de memoria, del hijo y del padre; pantalla vacía de persona contemplada durante horas después de un Skype de cinco minutos, narración minuciosa de los objetos que se ven ella. La memoria del hijo arranca con la desmemoria del padre, bien entendido que “la memoria es literatura o no es”. Todos esos detalles (y más) han generado un “verdadero corpus sentimental”. Tres palabras que, cada una de ellas, son aquí un enigma, por muy conocidas que resulten en general y raras en la obra de Agustín. ¿A qué se refiere con “verdadero”?

Antes de comenzar a leerlo me encontré con dos libros distintos: el de la solapa exterior con el título y la fotografía y el de la página que abre el interior con el subtítulo. El primero es  del Agustín que conocemos: nunca dejará el juego posmoderno de las ocurrencias, el magma de ideas, el vértigo de las redes y el asombro de los hallazgos inesperados; el segundo me trajo enseguida a la mente otra imagen, la de Una historia verdadera, de David Lynch. Una película firmada por él, que nadie sospechaba en su extraña filmografía, espléndida, como este libro. Al que ha caracterizado Agustín como “su libro más personal e íntimo”, pero quizá no más emotivo y efusivo, si volvemos sobre pasajes de El libro de todos los amores. También el de más fácil lectura, dicen, pero que he tenido que leer varias veces, atento a ese “desdoblamiento” metódico, sobre el que nos advierte en varias ocasiones, y que lo hace mucho más complejo de lo que aparenta. Y en él prevalece la pulsión de filmar, incluso en los momentos más inapropiados, en una suerte de caligrafía antes de pasar a la escritura. Más que en el texto están ahí “las imágenes de mi vida”.

 El libro es en su conjunto un titánico esfuerzo de reapropiación con una técnica particular. Llama la atención que, siendo una meditación de la identidad, hecha de preguntas, haya una ausencia de nombres propios, del padre, madre, hermanas, cuñados y de su “entonces esposa”. Hay como un pixelado de esas imágenes familiares, tampoco apreciamos mucha definición en las analógicas de los viajes que se reproducen en el libro. Pero, si en lo que llaman ahora “la nueva estética”, es la ficción la que pixela lo real, es aquí la vida la auténtica ficción (más fuerte incluso que ella) la que construye en los detalles esa historia verdadera. Nombrar es apropiarse, pero en esta reapropiación se borra ese nombre propio, se renuncia a la posesión en favor de la mirada diferente. Aquí la ha descrito Agustín como la del “entomólogo” que intentara ver, desde fuera, a un “ovni”, su padre. No ha debido ser fácil esa mirada hacia un padre que define como “moderno”, amante del progreso y enemigo de las novelas, pero coleccionista de los éxitos de su hijo. Y este solo al final de su vida se percata de lo que tenían en común: “me resulta extraño”.  Volvemos así al resto de las tres palabras. Lo de “sentimental”, que da cuenta de toda una educación sentimental, no cabe confundirlo con sentimentalismo, lo que no obsta para que eche de menos la sentimentalidad en el padre cuando era niño y adolescente. Y lo de “corpus… Hace falta el término latino para significar algo más que el cuerpo presente”: “Habitación 405. La máquina de carne continúa realimentando a la máquina abstracta”. En esa habitación el texto adquiere su carácter de textus, de tejido vital.

En cierto modo, el libro es un viaje a una particular Pompeya, a las cenizas de los muertos, “traerlas al hoy para ver cómo construyen nuestro presente”. El cemento hecho de cenizas acaba siendo una de las metáforas más potentes del libro; de ese singular trenzado entre duelo y obra. Según fragua, dice Agustín, ese cemento va perdiendo calor y así ocurre en las grietas del libro, especialmente al final. Por las grietas de la posmodernidad cerebral, la querencia por lo conceptual, la ironía, (imagen de portada, título del libro, viajes que se solapan y recrean, miradas de y a las vacas/cerdos) asoman vacíos que sobrecogen, lo que dice mucho de la honestidad del libro y lo apropiado del subtítulo. Uno de ellos es la confesión de no haber leído hasta después de muerto la autobiografía que le regala su padre. Se arrepiente, pero no deja de ser coherente con la tesis del libro: la vida es más fuerte que la ficción, pero esta solo nace de la muerte. “¿Quién hay ahí?”.


domingo, 16 de junio de 2024

Utopía profunda 5

 


Bostrom no describe cómo sería la vida en esa utopía profunda. Ha recorrido los obstáculos que impedirían llegar a ella y, en último término, zanja el tema diciendo que la neurología tecnológica eliminaría los restantes. Por utilizar sus metáforas cabría decir que se queda a las puertas. Pero hay otra razón más de fondo. Indica que entonces ya no seremos lo que somos ahora, por lo que no es posible desde esta perspectiva imaginar cómo sería aquella vida completamente distinta. Tan solo atisbos: "una superabundancia de conocimiento y belleza". El superhombre de Nietzsche expresa "un ideal estético heroico" de contemplación desinteresada de la belleza, una vez instalados en una "utopía post instrumental". La mirada a los objetos ya no es por su utilidad ("ser para") sino por sí mismos, como "los niños", en una suerte de mirada adánica. Adorna esa contemplación con la referencia a la "visión beatífica" de dios en las religiones. Ahí tendría cabida lo interesante, pero no como novedad. 

Todo muy escaso para un título y subtítulo que prometen tanto. Quizá consciente de ello, Bostrom prefiere utilizar en este libro la palabra "metamórfico" (en vez de transhumano o posthumano) para caracterizar al ser humano que está de camino hacia esa "utopía plástica", preludio de la utopía profunda. Lo que saldrá de ahí no lo sabe, y tampoco lo dice. ¿Para qué ha escrito el libro? Una incógnita. 


miércoles, 12 de junio de 2024

Utopía profunda 4

 




A las preguntas finales del anterior post se responde de una manera lapidaria en el libro de Bostrom: las distopías son un lujo esteticista de clase social aburrida y deseosa de emociones fuertes. En el siglo pasado, los amurallados habitantes de urbanizaciones en Silicon Valley fantaseaban con futuros apocalípticos regidos por tecnocracias mientras se enriquecían con las nuevas tecnologías. Todavía quedan los restos en los imaginarios actuales. En estética, esa postura es de manual: sentimiento de lo sublime tecnológico en un escenario de “naufragio con espectador”. A esta postura replica Bostrom con dos textos contundentes: “La cuestión que se nos plantea es muy diferente: no qué interesante es un futuro para verlo, sino qué bueno es para vivir en él”. Y ya al final: “Recuerden que nuestra tarea no consiste en crear un futuro que es bueno para contar historias, sino que es bueno para vivir en él”. Nuevamente Huxley en el trasfondo.

Con ello, Bostrom retoma un tema frecuente en las distopías y el posthumanismo: la necesidad de huir del aburrimiento imaginando un mundo más interesante. Bruce Sterling en su novela El fuego sagrado hace confesar a la posthumana que ella no quiere un mundo mejor sino más interesante. Houellebecq en La posibilidad de una isla cifra una de las virtudes de los neohumanos en que son ya inmunes al aburrimiento. Cabe recordar que, en Heidegger, más que la angustia, es el aburrimiento la experiencia abismática del ser como tiempo…que no pasa. Son muchas las páginas que Bostrom dedica a estos dos tópicos del aburrimiento y lo interesante, como posible salida a aquello No en vano se trata de uno de los impedimentos más importantes para lograr la utopía profunda a los que alude el subtítulo.

Negándose a reconocer una vida presa entre el sufrimiento y el aburrimiento Bostrom rechaza la negación de la voluntad de vivir schopenhaueriana y se acoge explícitamente al sentido afirmativo de la vida de Nietzsche. No deja de bromear de que esto no debe confundirse con el filósofo como ideal de vida perfecta, sino, por el contrario, con una existencia “supersaludable” en la que “los utópicos pueden llenar las horas de un verano sin fin”. El libro está casi acabando y, después de esa tarea ingente de examinar los impedimentos, sigue en pie, seguimos esperando, la respuesta a la promesa del título, ¿en qué consiste, cómo sería la vida en esa utopía profunda? Hay que dar un salto en el próximo post. 

jueves, 6 de junio de 2024

Utopía profunda 3

 




Desde la maldición bíblica, el sufrimiento ha ido unido al trabajo y constituye uno de los fundamentos de la civilización occidental de raíz judeocristiana: “te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres y al polvo volverás”. Esta frase fundacional es el trapo rojo de todas las embestidas tanto de los transhumanistas como de los extropianos de Max More. El trabajo es nuestra razón de ser y el sufrimiento de redención. Bostrom se queja a lo largo de todo el libro de que, como consecuencia de ello, toda la educación está dirigida hacia una vida de trabajo y no de placer. Piensa, 
contra esa tradición, que los seres humanos no han nacido ni para sufrir ni para trabajar. Ese no es su destino. Frente a la ecuación de vida, trabajo y sufrimiento, plantea la de vida, ocio y placer que la IA hará posible realizando la utopía profunda. 

Lo irónico en la postura de Bostrom es que, frente a otras apelaciones a Aristóteles que se hacen hoy día para criticarla, sería precisamente la IA quien permitiría dedicarse a una vida de ocio y no de negocio, de trabajo, sin acudir a los esclavos, como la sociedad esclavista ateniense. La IA sería la garante de una vida no dirigida a la supervivencia, sino... a preservar la dignidad humana. Que no consiste en tener trabajo, sino en no necesitarlo. Abunda  Bostrom en que el miedo a perderlo desaparecerá cuando las máquinas hagan todo mejor y más barato que los humanos. Habrá tal exceso de producción que, bien distribuida, permitirá no trabajar. No es, pues, un problema metafísico sino de justicia social. Plantea, incluso, la posibilidad de robots sintientes creados por seres humanos que no serían, en realidad, “esclavos” sino que habría que buscar, dice, una "tercera categoría". Quizá con la sombra de Blade Runner al fondo enfatiza que es preciso encontrar un nuevo lenguaje (que todavía no hay) para las nuevas realidades. El tema, que deja abierto, es si habrá “sistemas artificiales no humanos sintientes o con estatus moral”.

En resumen, para Bostrom, a las distopías subyace una visión pesimista del género humano: somos incapaces de pensar y habitar en un mundo perfecto. Que (refiriéndose a Huxley) no tiene nada que ver con un mundo de yonquis, atiborrados de soma, aunque sí, como veremos, con otras medidas quirúrgicas no menos radicales. La tradición da por sentado que la perfección no es humana, sino la tendencia a ella que incluye, cómo no, la imperfección de base y en el camino. En apoyo de esta idea de Bostrom cabría recordar que idealistas como Fichte  ya concluyeron que el destino del hombre no es la perfección, sino el perfeccionamiento indefinido, y los románticos siguen insistiendo que no es humano poseer la verdad sino buscarla. Bostrom odia este tipo de romanticismos: lo importante no es el camino, sino la meta, no la búsqueda, sino la posesión.

De modo que, según las tesis de Bostrom, hay en el fondo un choque entre lo natural (querer la posesión de la felicidad) y lo cultural (su negación en las distopías). Ahora bien, se pregunta: ¿Quién fabrica las distopías? ¿A quiénes benefician? ¿Cuál es su razón última? Lo veremos en un próximo post.

viernes, 31 de mayo de 2024

Utopía profunda 2


 He hablado en el anterior post de la forma y contenido del libro, pero no del fondo. Y es este el que obliga precisamente a relanzar una mirada distinta sobre los anteriores. Para entenderlo hay que recurrir a su texto de 1998 ¿Qué es el transhumanismo? En especial al añadido de 2001: “Tenemos que insistir en que aquello por lo que debemos esforzarnos no es por la tecnología en lugar de la humanidad, sino por una tecnología para la humanidad”. La precisión es importante, ya que, entonces, su pretensión no sería disminuir y sustituir la humanidad por la tecnología, sino, al contrario, aumentarla a través de ella. Justo lo opuesto al tópico adherido a los transhumanistas. Se entiende ahora que Bostrom quiera intentar resolver los problemas que se oponen a esa "tecnología para la humanidad".  Y esos problemas no son de índole cuantitativa, sino cualitativa, culturales, más que tecnológicos. Toda vez que, según él, el avance de la tecnología es imparable y estamos cada vez más cerca de la verdadera utopía, no de las otras. Y la apuesta de Bostrom va en esa línea, no siempre perceptible. Desde esta perspectiva se pueden apreciar, tras la marabunta formal del libro, unos sólidos pilares que subyacen a toda su obra y están aquí también presentes. Son éticos, filosóficos y hasta místicos, para culminar en un templete de ideales estético-heroicos. Veamos algunos de ellos.

El principal apoyo filosófico es deudor de un Schopenhauer, al que cita expresamente: la vida es un péndulo que oscila entre el sufrimiento y el aburrimiento. Pero esto no le conduce a la conclusión de la negación de la voluntad de vivir, sino a su afirmación, siguiendo a Nietzsche, su otro mentor. Schopenhauer proporciona el análisis y Nietzsche la solución. Ambos con matices. Y, tras ellos, viene la decisión ética por la vida, entendida en términos de decisionismo puro y duro. Solo entonces se abre la perspectiva mística y estética de la utopía profunda. ¿Insuficiente la salida? ¿Demasiado rebuscado este análisis del libro? Quizás, pero la imposibilidad de una guía de perplejos desde la forma y el contenido me ha llevado a esta guía de complejos de un fondo, aunque escaso, sí más reconocible. Seguimos.


jueves, 30 de mayo de 2024

Utopía profunda 1

 





“¿Qué va a pasar cuando la IA haga todo mejor que nosotros y por nosotros?” ¿Sería posible en un futuro una IA “esclava feliz”? ¿Para cuándo la mayor parte del mundo estará poblada por “mentes digitales”? ¿Cómo haremos frente “al problema de la utopía” una vez que “hayamos resuelto los otros problemas”? Preguntas que, sin duda, generan muchas expectativas. Antes de que nos apresuremos a buscar las respuestas en el libro hay que conocer los destinatarios. Bostrom advierte que este tipo de planteamientos “está reservado a la élite moral”. Sin saber muy bien a qué se refiere y, menos todavía, a si estamos o no incluidos en tal selecto club, conviene observar con una cierta distancia los modos empleados. Puede parecer inútil y tedioso hacerlo, pero las generosas citas tempranas de Bill Gates y Elon Musk advierten, si bien no de la altura intelectual del libro, sí de la división en que se está jugando y las peculiares reglas que deben regir ahí. Es necesario conocerlas antes de osar una crítica a la forma y contenido de un libro singular en el que lo primero determina a lo segundo, como la parodia en que se complace Bostrom del manuscrito encontrado en unas conferencias. El resultado es un socratismo posmoderno, de diálogos surrealistas con estudiantes variopintos, en un intento de colegueo todo menos que natural, fábulas alucinantes de y sobre animales, interrupciones pactadas de autoridades académicas, informaciones valiosas como “voy a tomar un sorbo de agua” y exhibición de dotes de apaciguamiento ante una falsa alarma de fuego.

A los que no son miembros afortunados de esa “elite moral” se les hace muy difícil transitar por ese aparente caos mental. Algo de castigo debe llevar, ya que, después de unas páginas iniciales alentadoras, no hay respuesta final a esas preguntas tan acuciantes. Bostrom procede así de una manera inversa a la que nos van acostumbrando los nuevos distópicos influencers: después de jurar que no son tecnófobos, dedican la mayor parte de sus intervenciones y escritura a describir con todo lujo de detalles un futuro apocalíptico a cargo de siniestros algoritmos emancipados, castigo merecido por haber osado volver a jugar a “modernos Prometeos”, más que dioses, semidioses. Por el contrario, de Bostrom, que nos ha prometido un viaje “al corazón del problema de la utopía”, a un mundo nuevo por “el inminente desarrollo de la superinteligencia”, a una “utopía profunda” hecha posible por la IA donde ella nos aportará “la dignidad de dedicarse a vivir” en vez de a trabajar, esperamos que nos explique, sin más dilaciones, “qué hacer cuando no hay nada que hacer”. Sin embargo, hay que rebajar las expectativas: “No tratamos de predecir lo que sucederá. Más bien, estamos investigando lo que podemos esperar que suceda si las cosas van bien”. Y las cosas no parecen ir del todo bien. El problema, en el fondo, de las expectativas generadas por el título del libro, saber cómo será la utopía profunda, son los problemas no resueltos antes del mundo que avizora el subtítulo. Y a tratarlos dedica Bostrom, con encomiable esfuerzo, la casi totalidad del libro.  

jueves, 25 de abril de 2024

Cúbit

 



Los antaño prestigiosos ensayos sobre la sociedad de las nuevas tecnologías escritos en español se han convertido en los últimos tiempos en adocenados discursos de distópicos con pretensiones de influencers. En esta novela de VLM podemos encontrar un inhabitual ejercicio de experimentación y de reflexión. Si antes los imaginarios giraban en torno a la inmaterialidad, ahora asistimos a un increíble esfuerzo de rematerialización, a una verdadera “nueva estética” que no pixela la materia, sino que proyecta diluirse en ella. Los diferentes parágrafos son fundidos en blanco, en contraplanos, no de frente, sino de perfil. Son como travellings laterales, de movimiento detenido, de secuencias no narrativas, sino poéticas. Texto, textus, tejido en la urdimbre de un romanticismo de la tierra, no de la autoficción, no del genio individual sino del inconsciente colectivo. Y así “ los ríos son monólogos; los valles, conversaciones; las montañas son historias y las cordilleras, novelas” (p.30). Vienen a la memoria las tesis de la Filosofía de la Naturaleza de Schelling: La naturaleza es el espíritu visible y el espíritu la naturaleza invisible. También la fascinación por la existencia mineral y las grutas escondidas de la naturaleza en Novalis. 

“Tengo que pensar sobre estas escrituras superpuestas. Hay algo atrayente en la construcción a partir de capas o estratos: parece una forma de ocultar, pero entrevera una complejidad textual que, mirada al sesgo, de perfil, muestra el endiablado proceso modular de todas las psiques en acción” (p.75).

Una escritura de capas, de complejidad textual, de “pasadizos” hacia los diferentes perfiles en acción, como un libro cubista. Ese modo de escritura tiene una cierta afinidad pictórica con la experimentación de las vanguardias, en concreto con Duchamp y sus cuadros de Desnudo bajando una escalera y Joven triste en un tren. Diversos planos en acción que no desvelan una identidad si no es por la cartela, en este caso, números y nombres que ayudan para no perderse en y con ellos. Esta “novela” no tiene, en realidad, género. Se nutre de varios y, según los temas, las voces, asistimos a un ejercicio de camaleón del lenguaje que tan bien se le ha dado a VLM en anteriores obras. Así, los dos protagonistas Ibris y Cúbit tampoco tienen género, una identidad ligada a conciencia y son, a su manera, un inconsciente colectivo. Obligan a un nuevo lenguaje para denominarlos y  hablar, vagamente humano.

Este inconsciente tiene su propio espacio temporal: el ahora. Nuevamente las vanguardias. Hay un tiempo que está hecho de capas de otros tiempos y es el llamado “tiempo ahora”, núcleo en la vanguardia filosófica de Heidegger y Benjamin. Es el tiempo en el que se concentran todos los tiempos: el presente. Que no es (era para ellos) lo mismo que la actualidad. Es un tiempo estático, dialéctico, en suspensión. Las dos palabras “presente” y “ahora” se resaltan en la, por así decirlo, “novela” de VLM. La segunda abriendo y cerrando el libro.

Sin embargo, hay que relativizar el antecedente y no tendría mucho sentido ontologizar ese presente, al estilo de las mencionadas vanguardias, ya que aquí se nos cuenta una historia y se abre un futuro al final. Sin que falten guiños a la actualidad, el otro presente devaluado allí: La Wikipedia bajo sospecha, una desnortada ministra de la diversidad, la crítica al narcisismo pueril de la autoficción, la Inteligencia Artificial que no es ni una cosa ni otra, y también, por qué no, cierto profesor titular de Literatura que anda suelto por el libro y se pregunta por cuestiones de autoría… Todo ello salpimentado con dosis de humor serio, al estilo de VLM.

Creo percibir que la tela en la que se enhebran esas escrituras superpuestas es el romanticismo de lo sublime, tecnológico y de la naturaleza, con su lado oscuro y el luminoso. El oscuro de dominación de las máquinas robóticas, el luminoso de disolución en la tierra de los itrios. No son binarios, aunque lo parezcan, porque tienen en común como meta algo que, al acabar de leer el libro, no deja de estremecer: la extinción de los seres humanos. “En ese mundo ya sin seres humanos” (p.181) parece anidar la utopía. Con lo cual se da curso al sentimiento de lo sublime más fuerte, el de la aniquilación por sublimación. En ello, VLM es fiel a una estética clásica de lo sublime, como la kantiana y la romántica. Que tiene un precio.

Dadas las circunstancias actuales, se entendería que fueran beneficiarios de esa extinción precisamente “los españoles – que son el grado cero de la humanidad desde hace siglos, salvajes con otros pueblos y con ellos mismos- “ (p. 60-1). Pero, ¿todos? Cabía la esperanza de que, después de ese hallazgo espléndido del 111, ese Nadie- Ulises que derrota al Polifemo de la IAR, los humanos fueran capaces de controlar sus propios destinos. Pero aquí no se valoran tampoco utopías y distopías de transhumanismo y poshumanismo como Houellebecq en La posibilidad de una isla. Sin embargo… Confieso que el final del libro no deja de generar, al menos para mí, un cierto desasosiego. Quizá sea por la memoria de otros experimentos. ¿No sería mejor salirse del juego binario de utopías y distopías?

El espléndido monólogo final de O es estremecedor. Merece la pena escuchar el texto con el fondo del comienzo de “Así habló Zaratustra” de Richard Strauss en la performance de Karajan (https://www.youtube.com/watch?v=lnXoioZo-EQ). Se lee de otra forma el llamado de Cúbit “bleibt der Erde treu” (permaneced fieles a la tierra) a lo largo de todo el libro y especialmente al final. Solo que Nietzsche en Así habló Zaratustra estaba anunciando con ello también el “sentido de la tierra”, es decir, “el superhombre”. Da igual que sea itrio. El monólogo de Cúbit tiene el regusto de un posfascismo posmoderno new age, de buen rollo. Pero, no nos engañemos. Ya antes, en su encuentro con Ibris, la no tan niña, Cúbit renuncia a destruirle (elle) “porque yo estoy fuera de tu alcance. Tú eres un momento en las generaciones, un segundo en la historia. Yo estoy hecha de la sustancia a la que aspira el tiempo. Tú no sabes que eres un mosquito atrapado en ámbar. Yo soy el presente, no puedo desaparecer” (p. 114).

Ibris y Cúbit son el rostro jánico de las distopías y utopías. Solo que a comienzos del siglo XX se pensaba que la distopía era la utopía cumplida y ahora que la utopía es la distopía consumada. La cara amable de Cúbit es el rostro del infinito inconsciente de El teatro de marionetas de Kleist. Huxley se acabó arrepintiendo de Un mundo feliz, de que la alternativa a la dictadura fuera el torpe salvaje roussoniano. No sé qué decir, a mí Ibris y Cúbit me recuerdan a las gemelas inquietantes de El resplandor… de Kubrick. Claro que siempre nos queda la solución Gaia de Asimov, por cierto, decidida por un humano. De momento, quizá sea mejor que los itrios sigan en la cueva de Tindaya, los humanos se moderen y controlen los enchufes de las máquinas, sin desconectar a todas. 

Estamos ante una obra singular en la que se une la frescura de la experimentación con la madurez de una extraordinaria obra a la espalda. Quizá sea un buen momento para volver sobre otro de sus hallazgos en el tiempo: la hipótesis Pangea.

(https://vicenteluismora.blogspot.com/2007/11/pangea.html)

jueves, 18 de abril de 2024

Días extraños en la utopía digital


 Guía indispensable para orientarse en los imaginarios del complejo mundo de las nuevas tecnologías. Abstenerse distópicos militantes. 

martes, 16 de abril de 2024

sábado, 13 de abril de 2024

miércoles, 10 de abril de 2024

El totalitarismo en las artes

 


Libro en el que destacan la ambición del tema (no limitado al tópico de lo nazi y fascista), la oportunidad del diálogo entre culturas, la acertada coordinación y, como siempre, la espléndida edición en Shangrila

martes, 26 de marzo de 2024

apariencias

 

"La máxima felicidad de la vida se basa en apariencias" (Kant, XV,202)

“No le quitemos la bella apariencia a lo que no está bajo nuestro control, ya que hace que la gente sea querida entre nosotros, que la vida esté llena de esperanzas y el mal sea soportable” (Kant, R.1482)




jueves, 29 de febrero de 2024

El uso de la inteligencia artificial

 Frente a tanto apocalipsis, al fin, una propuesta sensata sobre el uso de la inteligencia artificial. 

miércoles, 28 de febrero de 2024

Land of mines

 


Podía ser uno de los cuadros de Friedrich. No hay monjes melancólicos, son estacas que delimitan un paisaje de muerte. No hay lugar a sublimación, sino al peso de la sordidez. 

"Su carencia de realismo consiste en considerar a los alemanes como un bloque soldado que irradia heladas emanaciones de nazismo, y no como una multitud variopinta de individuos hambrientos y temblorosos de frío [...] Cuando se vive al borde de la muerte por inanición no se lucha en primer lugar por la democracia, sino para alejarse lo máximo posible de ese borde" ( Stig Dagerman, Otoño alemán. 1946)


Acostumbrados a una visión de la postguerra llena de libros sobre la culpabilidad alemana y de imágenes fílmicas de bestias rubias, el pequeño libro de Dagerman (entonces un joven sueco de 23 años) rompe todos los esquemas ideológicos con la observación directa de la miseria del pueblo alemán. La película del director danés Martin Zandvliet muestra otra cara del día después de la ocupación alemana de su país. En la postguerra, 2000 soldados alemanes fueron obligados a realizar la limpieza de 1.500.000 minas de la costa oeste de Dinamarca. Muchos de ellos unos muchachos. El paisaje blanco de playas, ralo de la naturaleza en dunas, tornasolado en el mar, se estrella con esos rostros de los casi todavía niños, madurados por los golpes y las humillaciones. Los dos son paisajes de la desolación en un contraste reiterado entre los planos generales de la naturaleza y los primeros de los muchachos cubiertos de suciedad y llenos de miedo. 


Solo quieren volver a casa y llaman a su madre cuando una mina estalla y despedaza el cuerpo