viernes, 7 de marzo de 2008

Nocilla Experience


He pasado un buen rato visitando una Oficina de Objetos Perdidos. Está situada en una caseta de latas construida en lo alto de un rascacielos. Al abrir la puerta he tenido un momento de perplejidad, sólo un momento, pues no era la primera vez que entraba. Enseguida he reconocido la disposición cubista de los planos que no permitía adivinar, ni esperar, una totalidad narrativa, aunque sí una continuidad indefinida.

Tiene gracia que al lugar de los objetos encontrados se le llame de objetos perdidos. Son objetos que se reconocen, pero que no resultan familiares, y extrañan porque no son propios, asombran al adivinarse ajenos. Por ello, a ratos, la visita se convierte en la travesía de un Gabinete de Curiosidades a la antigua usanza.

En el lugar de los objetos perdidos siempre encuentras algo: una botella de agua mineral con aire místico, discos duros insertados como cuentas en un hilo de plata, programas amarillentos de homenajes literarios, la blanca tela con etiqueta de Christo que recubre una miniatura del Reichstag, estampitas con las caras de Bélmez, los espeluznantes despojos de un cadáver aderezados por un sacamantecas que atiende al nombre de Gunther von Hagens, recortes de prensa con noticias de sucesos y peregrinos inventos, indicios salteados de vidas cuyo hilo rebuscas vanamente en las estanterías, historias sincopadas de desconocidos que se cruzan y separan siguiendo extrañas afinidades electivas, y muchas, muchas revistas ilustradas de viajes con rarezas megalómanas en desuso presentadas al estilo minimalista.

En las casas de nuestra infancia cultural, “puestas” ya desde la entrada, se amontonaban los objetos que hablaban del (mal) gusto del dueño. Eran trofeos de una tenaz búsqueda en la que el tener era la apariencia de ser. Ahora, esta casa del libro tiene la propiedad de estar llena de lo que otros han olvidado, perdido o no querido. Y en ese abandono reside su singularidad, la soledad de lo encontrado, frente a la compañía pegajosa de lo buscado.

Al acabar, tengo la sensación de como si Agustín hubiera pintado algunos de estos fragmentos en las paredes desnudas de su particular Quinta del Sordo. La galería de tullidos espirituales desborda de humanidad y la búsqueda de roce, de intercambio de soledades, despierta una insólita ternura. Dibujo y color están ahora equilibrados en esa simbiosis de ciencia y literatura al servicio de lo que Adorno, siguiendo a Kierkegaard, denominó “fantasía exacta”.

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