El cine de la
Escuela de Berlín es una antropología de lo cotidiano. Lo que desconcierta de
sus imágenes es que tratan simplemente de eso, de mostrar lo que está ahí, no
de su invención, sino de su hallazgo, de dejarlo estar, no son mías. Nunca
mejor la expresión cotidiana para caracterizar el quehacer de estas imágenes:
déjalo estar. En su insignificancia, su banalidad. Las cosas no son mías, son
de ellas. Este tipo de cine es una alternativa al “yo soy yo y mi circunstancia”, las cosas no
necesitan ser salvadas sino que las dejen en paz. Piden respeto y no achuchones
conceptuales (no desinteresados: “y si no la salvo a ella no me salvo yo”, pero
ese es tu problema, quijote conceptual). Un respeto que enfría al espectador
(emancipado pero sobón) le obliga a guardar distancias, incapaz de identificar,
de identificarse, pidiéndole también que se esté quieto, no se emocione,
observe, aprenda. Una persiana se va cerrando y lo que se muestra es el acto de
cerrar-se no tanto de cerrarla. Son los tiempos muertos de las cosas, del
estar, a diferencia de los vivos de los humanos, obsesionados con su ser, de ellos.
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