Si se respetan un poco sus
imágenes, y no se las utiliza como pretexto para hablar de otra cosa, como es
habitual, hay que reconocer que Erice ha dado esta vez facilidades (al no
llamaremos “espectador”) desde el comienzo de la película. Nos obliga a
detenernos en una imagen e indica el modo de mirarla. Se demora con diferentes zums en esa estatua solitaria y rota, habitante meditabundo de un jardín triste
en horas bajas. Se reconoce enseguida, es una estatua jánica, de rostros con
diferentes edades. Hasta ahí se llega y hay que parar para que no entre en
juego el filtro cultural. No es una imagen dialéctica que pondría
inevitablemente en marcha la maquinaria conceptual. Hay que prestar atención a
la insistencia en cómo la muestra: la cámara se acerca, pero no gira, no ofrece
los rostros de frente. Se queda entre ellos, es una imagen de perfil.
Ellos miran, pero no vemos su mirada. Al final de la película vuelve, ella sola,
acompañando los créditos de actores y actrices. Es la imagen de los entre
tiempos y espacios de la película, del autor, de los personajes.
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