-“Esa gabardina, ¿de dónde
la has sacado"?
-“Del cuarto de los
trastos”
-“Me recuerda a alguien”.
En el momento en que
Garay recoge la gabardina de Julio en el trastero se produce la metamorfosis del
perfil. Un hecho y un gesto quizá banales, pero que encierra un simbolismo. Le
queda grande, se envuelve en ella. Lo que iba a ser el comienzo de un viaje
alimenticio se transforma en otra cosa, en la posibilidad de volver a casa, de recuperar una identidad. Es también la gabardina de la escena que pudo haber sido, en la que
Julio deja correr el agua del zapato, una de las más bellas de la película.
Sonríe. Se va a ir. Pero con su gesto Garay no le deja irse. No le van a dejar
irse. El altruismo es, en el fondo, egoísmo.
Esta película no es de adioses, ni largo ni corto, ni del director ni de los personajes. Es de supervivientes. Y el único que, de momento, ha logrado sobrevivir es Julio, los demás van tirando. Como pueden, aunque lo sublimen. Con recetas que no se cree nadie como el “saber envejecer sin temor ni esperanza”, palabras vacías, como eso de que lo no me mata me hace más fuerte. Que se lo digan a esos boxeadores sonados de la vida. Nos ahorran el día después. En el fondo, en ese agarrarse a Julio (por su bien) está el miedo al sinsentido de la propia existencia. Recuerda al cura de El extranjero de Camus, desesperado por convertir al que no quiere sino que le dejen en paz, todo lo más un cielo que se parezca lo más posible a esta tierra en la que, al fin y al cabo, ha sido feliz: si tú puedes ser así, qué va a ser de mí.
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