El límite de la razón es lo infinito, lo absoluto. Pero la estética es capaz de presentar lo impresentable, de hacer visible la totalidad en una parte. Y lo hace tomando de la religión el modelo: la encarnación del dios, el Verbo que se hace carne, se hace visible en todos y para todos. La publicidad es la nueva religión laica asociada a momentos especiales para los que hay siempre un producto especial, la presencia tangible de lo intangible. La globalización económica de los productos es la versión romántica del Uno y Todo: uno encuentra lo mismo en todas partes ofertado como producto único para los seres únicos que somos todos. Uno no es nadie si no lo compra, pero el producto no es nada si no es comprado.
El reto estético es mayor cuando se intenta presentar mediante imágenes visuales y sonoras aquello que sólo es accesible a través de imágenes olfativas. Ya no se trata, como en el resto de los anuncios, de mostrar algo sino de sugerirlo, por lo que tiene especial importancia el envoltorio. Lo llamativo es que en estos anuncios el protagonista no es el perfume, sino lo asociado al perfume: lo que no se huele. Y aquí se encuentran sinestesias, correspondencias insospechadas, donde se revela que el romanticismo es a la vez el lado luminoso y oscuro del alma. El anuncio es una sinestesia, pues se trata de suscitar a través de una imagen visual y sonora lo que sólo es objeto (¿o no?) de una imagen olfativa. Pero lo común de todas estas imágenes es que se trata de imágenes simbólicas: remiten a otra cosa. El perfume es la venta de un cuerpo, de un envoltorio, ya sea natural o artificial. Es la belleza de la piel, del envoltorio, que sugiere la pasión y todo tipo de armonías.
Es el caso del anuncio de Dior con el título de j´adore l´absolu y con Charlize Theron de modelo. Ha sido distribuido en varios soportes, de papel, televisión, video, internet….el mensaje es el mismo, pero los medios utilizados llevan a variantes significativas e incluso a la posibilidad de llegar a su lado oscuro. La palabra “adoro” establece el puente entre lo sagrado y el objeto de consumo. Funda una relación mística de tintes eróticos con el absoluto basada en la promesa de posesión, en el doble sentido de poseer siendo poseído. Conviene atender a ello. La posesión del objeto se mezcla (más bien, es a través de…) con la posesión de la intermediaria. En el vídeo todavía resulta más claro cuando la actriz a paso rápido de modelo atraviesa las puertas abiertas de unas salas escuetamente decoradas, despojándose de las joyas, desnudándose, para ir al encuentro de la redoma de perfume que se yergue, cual símbolo fálico, al final del vídeo en un plano único y solitario. Es el vídeo del despojamiento: una ascesis sensual invertida. Lo llamativo es que en otros anuncios aparece la leyenda de “El absoluto femenino”. Una idea abstracta, un ideal, la posesión del absoluto, tiene como protagonista a una mujer, irresistible para los hombres, aunque el perfume sea para ellas. Es el absoluto femenino para lo masculino, como la literatura romántica era consumida especialmente por mujeres, ocasionalmente protagonistas, pero no finalistas, destinatarias últimas.
El anuncio lo es de una “buena nueva”, de la encarnación del absoluto: “la nueva agua de perfume absoluta”, el absoluto se hace carne. El anuncio en papel es el tiempo detenido del vídeo, el acto de desprenderse de una joya y despojarse del vestido. Quien lo hace es un ángel femenino presentado con el glamour de la época dorada de Hollywood. A quien se ofrece es a un espectador consumido ofreciendo el producto de consumo: labios entreabiertos, ojos semicerrados, cabeza ladeada. Belleza carnal en tono rojizo de tentación y seducción, con una estética vieja para un producto nuevo con una actriz joven.
El éxtasis visual se alcanza en el segundo vídeo. La modelo aparece ataviada con un vestido (más bien una sábana) dorado hecho para la ocasión por John Galliano. En este caso las imágenes sonoras son decisivas: se trata de la canción "Don't let me be misunderstood" cantada por Nina Simone para quien fuera escrita en 1964. El conjunto visual y sonoro es la oración new age de un alma bella. Es un remedo de lo que Schiller entendía por “gracia”, es decir, la “belleza en movimiento”, en este caso de los miembros del cuerpo acostado de Charlize Theron: armonía en los pliegues del vestido, cabellera, una visión de ensueño. La letra es la propia de un alma bella que pide a dios que la gente no le malinterprete pues sólo es un ser humano, con oscilaciones sí, con buenos y malos días, pero sobre todo, y es lo que cuenta, un “alma con buenas intenciones”. La plegaria al Señor de que no la malinterpreten es toda una petición roussoaniana de benevolencia ante quien se confiesa tal como es. La intérprete subraya muy bien esos momentos ascendentes de alegría despreocupada y los bajos de tristeza con motivo.
Pero la sinestesia se amplía con la imagen sonora, y nos lleva al lado oscuro. Pues la misma canción, en versión de Santa Esmeralda (1977), es una de las partes de la banda sonora de la película de Quentin Tarantino Kill Bill (2003). Se trata de una versión de rock aflamencado, a ratos pachanguera en el rasgueo de las guitarras, y con un punto de kitsch en el vídeo que muestra el look macarra, habitual en los 70., del intérprete Leroy Gomez y los movimientos desangelados de las inefables bailarinas. Magnífico contrapunto humorístico de una película de violencia estetizada, con asesinas de nombre de serpiente y que trata de la venganza de la más letal de todas ellas, impregnada de no se sabe qué buenas intenciones.