domingo, 28 de octubre de 2007
4. La extranjería. Camus y la solidaridad.
¿Cómo se puede vivir irónicamente (como si,no como si no) ante la certeza de la miseria de la vida y lo inevitable de la muerte?. La respuesta de Camus en La peste es la propia de una estética cognitiva, y se resume en una palabra que casi suena mejor en francés que en castellano: comprensión.
La cercanía esencial a las cosas y a los demás, que nos guiñan los ojos de manera cómplice, se traduce así: yo te comprendo. (Me llama mucho la atención que ahora se vuelva a esta palabra en la nueva estética francesa surgida de la crisis del arte contemporáneo).
“A los hombres nada se les regala, y lo poco que pueden conquistar lo pagan con muertes injustas. Pero la grandeza del hombre no está ahí. Está en su decisión de ser más fuerte que su condición. Y si su condición es injusta, sólo tiene una manera de superarla: ser justo él mismo”.
Con la misma lucidez que Camus, Schopenhauer había llegado a la conclusión de que es preciso negar la individualidad, fuente de todo deseo y dolor en la vida. Pero esa es la peor Nada. Es la autoironía de Houellebecq, pero no la de Camus. La ironía – que ya sirvió a los románticos para defenderse frente al infinito- permite ahora sobrevivir en una vida injusta. Más aún, es la voluntad de vivir como si pudiera hacerse la justicia en una sociedad injusta. Es la manera que el doctor Rieux tiene de ir robando victorias provisionales a la gran derrota final, por momentos aplazada.
En la ironía el hombre absurdo se rebela mediante la comprensión, la sensibilidad solidaria. El mundo sigue siendo opaco, la vida no cambia, pero es distinta si la puede ir poniendo adjetivos. Entonces Sísifo es feliz.
jueves, 25 de octubre de 2007
Schiller y las (per)versiones del alma bella
Para el grupo New Age de nombre "Schiller" la música es la obra de arte total, abarcando toda la existencia en un universo de imágenes visuales y sonoras que expresan la alegría de ser, signo distintivo del alma bella.
Esta alegría de ser se expande en un amor universal, cuya escritura sincopada no debe inducirnos al kitsch
El rapero Doppel-U ha expresado su admiración por Schiller con títulos como "Schiller war ein Killer" (Schiller fue un asesino), que debe ser entendido en la jerga actual del alma bella. Su homenaje al "Himno a la alegría" puede admirarse en esta versión de hip-hop.
lunes, 22 de octubre de 2007
El lado oscuro de lo sublime
En la Fundación Juan March de Madrid puede visitarse una magnífica exposición, La abstracción del paisaje. Del romanticismo nórdico al expresionismo abstracto. Ha sido concebida inspirándose en el libro sobre el mismo tema que tiene como autor a Robert Rosenblum. En un rincón de la sala puede verse un pequeño cuadro de Thomas Cole, El diablo arrojando al monje desde el precipicio. Es un dibujo a pluma con tinta marrón, sin fecha, probablemente una ilustración de la novela gótica El monje de Matthew G. Lewis. Pese a su reducido tamaño, llama la atención por la temática, aparentemente ajena en contenido y forma al curso de lo sublime en el tratamiento romántico del paisaje que se nos ha ido sugiriendo.
La muestra tiene un indudable valor pedagógico, reforzado por la edición de un excelente catálogo. Nos invita a seguir un camino, el de la abstracción, el devenir de ese concepto. Más que romántico es hegeliano: es el arte puesto en concepto, entendido como la historia de algo que se despliega espacialmente. Lo interesante de la exposición, lo que proporciona una visión distinta del romanticismo, no es sólo que ilustre las tesis de un libro original. Quizá, incluso, hasta esta perspectiva pudiera resultar errónea, pues corre el peligro de reducir el arte a literatura, o a filosofía del arte, de la que el romántico Schlegel decía que, o bien falta el arte, o falta la filosofía.
No. Lo interesante es la concepción nietzcheana de la historia que maneja Rosenblum, una historia para la vida que la hace siempre contemporánea. Ha sido la necesidad de entender el expresionismo abstracto contemporáneo lo que le ha llevado al romanticismo nórdico y no al revés. Toda una lección de cómo tratar el tema de la “actualidad” en la historia. Desde esta perspectiva, y ya que no se ha montado así, según esta lógica, mi consejo es que empiecen la visita de la exposición por el final. Sale otro romanticismo, el que piden también algunos artistas contemporáneos allí expuestos, y al que responde el cuadrito de Thomas Cole. Es el romanticismo negro.
Tomemos como ejemplo el cuadro de Max Ernst, Forêt et soleil. El bosque, oscuro, es un muro amenazante que no invita al espectador a adentrarse en él. El sol, de los muertos, es de un gris lechoso helador. Todo ello configura un escenario propicio al terror gótico. Mientras que en el romanticismo luminoso lo sublime del paisaje despierta el sentimiento y conocimiento de que la esencia de lo real es ideal, en este cuadro surrealista encontramos ecos del romanticismo negro: la esencia de lo real no es ideal (verdadero, bello, bueno) sino surreal. No hay una identidad con la naturaleza, sino un rechazo, que puede traducirse en una aniquilación. Y desde este cuadro volvemos al de Cole. Lo entendemos mejor.
Es el lado oscuro de lo sublime. No eleva, no sublima en la contemplación, sino que destruye. No es un paisaje humano, hecho a medida del hombre, sino demoníaco, pensado para su aniquilamiento. No hay melancolía ni consuelo. Tampoco se pinta el sentimiento de misteriosa identidad entre la naturaleza y el espíritu, presente en los otros cuadros románticos. Lo que aquí se celebra es el triunfo de lo elemental, el horror de su irrupción a escena. Ni siquiera el mal es el protagonista, es algo más fuerte y primigenio. La poderosa roca avanza cual cabeza de un monstruo que se adivina a la espera. La figura humana tampoco importa aquí, ni siquiera se puede hablar de la roca del diablo y sólo del diablo de la roca. Si no fuera por el título no encontraríamos un nombre, un hombre. Es el dibujo terroso de la pluma, no el óleo o la acuarela, quien perfila en un punto, en un momento, identidades destinadas a perderse en la nada. La naturaleza mata.
jueves, 18 de octubre de 2007
3. La extranjería. Camus. La ironía.
“El mayor valor consiste en mantener los ojos abiertos a la luz, así como a la muerte. Por lo demás, ¿cómo decir el lazo que hay entre este amor, devorador de la vida, y esta desesperación secreta? Si presto oídos a la ironía agazapada en el fondo de las cosas, ella se me descubre lentamente. Guiña su ojillo claro, y dice:<
La ironía es una forma de lucidez, una mirada al mundo que contempla las dos partes, las múltiples caras y no elige ni decide, sino que suma e integra. Es una ficción, una vista que (co)responde a la mirada de las cosas. La ironía es así una actitud responsable. La textura irónica de lo real emerge en el rostro de las apariencias. La existencia irónica es el vivir “como si”. Curiosamente, un modo de existencia al estilo kantiano, según la interpretación del pragmatismo y que no anda muy desencaminado.
En El Extranjero aparece la figura del que vive, pero no elige, actúa, pero se en apariencia se deja llevar, es todo lo contrario de la teoría de la intencionalidad. A la pregunta de por qué había disparado contra el árabe responde, irresponsablemente, echando las culpas, no a otro, sino a “lo otro”, las cosas, “el sol”, para hilaridad y censura de los presentes, lo que les confirma en la ausencia de sentimientos, de humanidad. Y sin embargo, el extranjero es la figura de la humanidad sin sentimientos, sin buenos sentimientos en sentido moral, pero que conserva el extraño ethos de la solidaridad primaria de las cosas, del amor y de la amistad.
Lo que nos da otra clave y es la de lo corporal y lo físico como expresión de la necesidad de las cosas. Todo ello configura un humanismo de la carne. A la pregunta del abogado de si había sentido dolor el día de la muerte de su madre responde el extranjero: “Le expliqué, sin embargo, que yo era de tal naturaleza que mis necesidades físicas alteraban con frecuencia mis sentimientos”.
Semejante desapego de sí mismo por amor a la vida expresa una condición dialéctica del Yo, vecina a la del doble romántico. Es (Adorno) conciencia consecuente de su no identidad. El yo empírico es el pariente pobre del yo, se le tolera porque es inevitable, pero apartado, condenado a la no existencia. Pero toda dialéctica tiene su dialéctica. Como se ve al final de Dialéctica negativa el pensamiento que vive de negarse a sí mismo es la ironía. Y, sin embargo, en Camus, no vive de negarse a sí mismo. No es paralítico, pero es circular, no cae en círculos viciosos, sino que va en círculos a las cosas. Este romanticismo que vuelve sobre sí mismo, a favor de sí mismo, contra sí mismo, en el mismo período de tiempo, después de él, incluso al fin de los tiempos, muestra el valor cognitivo de los sentimientos en su negación misma como puro sentimentalismo social identitario.
domingo, 14 de octubre de 2007
2. La extranjería. Camus y la Nada mediterránea.
Esta certeza comienza con la lectura del texto de Camus El revés y el derecho, un magnífico título dialéctico. Normalmente se acentúa un lado u otro, pero la mirada dialéctica se fija en los dos. No se trata de una mirada filosófica (al menos en sentido tradicional) sino literaria. No se trata de la mirada moralista, que subraya lo que está bien y lo que está mal, y que raramente describe lo que hay. Se trata de una estética cognitiva, no prescriptiva. Aquí la mirada dialéctica es, efectivamente, y en sentido adorniano, la conciencia consecuente de la no identidad, de la contradicción, o, simplemente, de la diversidad que no se deja reducir a la unidad. Un magnífico texto lo expresa:
“Me admira que puedan encontrarse, a orillas del Mediterráneo, certezas y reglas de vida, que el hombre satisfaga en ellas su razón y que por ellas justifique un optimismo y un sentido social. Porque lo que entonces me llamaba la atención no era un mundo hecho a la medida del hombre, sino un mundo que se cerraba sobre el hombre. No, si el lenguaje de esos países era acorde con lo que resonaba profundamente en mí, no lo era porque respondiera a mis preguntas, sino porque las hacía inútiles. No eran acciones de gracias las que podían subirme a los labios, sino esa Nada que sólo pudo nacer ante paisajes aplastados por el sol. No hay amor a la vida sin desesperación de vivir” [1].
Quizá esté ahí la clave de su obra: el amor a la vida fundado en la desesperación de vivir. La extranjería tiene su raíz en un mundo que no ha sido hecho a la medida del hombre, y también en el fracaso de intentar hacer al hombre medida del mundo. No somos ni microcosmos ni macrocosmos, ya sea por las obras o por el origen. La extranjería, tal como viene del romanticismo tiene una doble condición: extranjero en y para el mundo y extranjero en y para sí mismo. El sufrimiento y el aburrimiento son los temples de ánimo fundamentales que subyacen a ello. Pero en Camus la extranjería da lugar a una fina ironía y a la más fiable solidaridad entre los hombres. No es un nihilismo nórdico porque en él existe una palabra que lo cambia todo: amor. Inténtenla encontrar en los escritos de Heidegger.
[1] Camus, Albert. Obras I. Alianza Editorial, Madrid, 1996, p. 61.
miércoles, 10 de octubre de 2007
La extranjería 1.
Aunque la extranjería tiene raíces profundamente románticas su análisis no constituye un ejercicio de introspección sino de exterioridad. Consiste en la estética del extranjero como extraña a la dicotomía de sujeto y objeto. Hay una experiencia, no más importante, pero sí más radical, que la de la extranjería referida al fenómeno, con frecuencia desgarrador, de las migraciones y es la de la extrañeza ligada a un ser y un hacer del individuo. Lejos de ser una patología es un síntoma de salud que obliga a replantear lo que se entiende por normalidad.
Ya desde Camus, pasando por Houellebecq, el extranjero provoca el horror del hombre que se ha vuelto invisible para los demás, pero del que se sabe que está ahí, y su mera presencia, aunque no haga nada, es ya inquietante. Estamos haciendo frente a la otra extranjería con el discurso, nos encontramos desvalidos ante el racismo de la mirada, pero ¿qué hacer ante una extranjería que no se combate, ni se sufre, sino que se busca? Una extranjería que no se ve, pero que se siente; que para verla habría que salir y siempre estamos dentro.
domingo, 7 de octubre de 2007
Inland Empire
Desde esta perspectiva no entiendo las reacciones apasionadas que suscitan sus películas. Me extrañan las invectivas de las personas normales que se leen en la red, declarando que se han aburrido mortalmente, o lo que es peor, haber sido torturadas durante las tres horas que dura la proyección de Inland Empire. Pero también miro con recelo las confesiones de aquellos a los que ese tiempo se les ha pasado en un suspiro.
Reconozco que las películas de Lynch me gustan mucho, precisamente porque me dedico a la Estética. El gusto es una sensibilidad educada para entender nuestro tiempo en palabras e imágenes, no una degustación de pasteles o una purga de ricino, en la que esté en juego lo agradable o desagradable de una propuesta. La Estética es trabajo. Y dicho esto, Lynch me parece un pelmazo inaguantable si de lo que se trata es de divertirme y pasar un buen rato viendo una película. Pero él nunca nos engaña. Si acaso nos engañamos nosotros, que no sabemos dónde nos metemos al entrar en la sala, y además pagando.
Pero queda otro recurso. Como es el de meter el DVD en el ordenador y hacer sobre el montaje del director el montaje del espectador, según nuestros intereses. Quedamos así liberados de comprender y, lo que es peor, explicar las secretas y retorcidas intenciones del director. Este punto me importa especialmente. No sólo no se trata de divertirse, sino tampoco de entender la película. Más bien, de percibirla, que es algo distinto. Y es ahí donde entran las imágenes visuales y sonoras.
Sólo un ejemplo, entre muchos posibles. Una selección de planos del personaje múltiple que encarna Laura Dern. Todo un viaje con una clave
Y LA CLAVE
lunes, 1 de octubre de 2007
Yo soy Pentesilea
“¡Es usted la perfecta Pentesilea!”, cuenta Leni Riefenstahl en sus Memorias que le dijo Max Reinhardt en 1925. Halagada e intrigada, leyó la obra de Kleist y decidió que tenía que hacer una película y representar ella misma a Pentesilea. Cuando todo estaba preparado para empezar estalló la Segunda Guerra Mundial. Otra guerra. Esta vez no homérica. El proyecto se trunca, pero han quedado algunos textos donde Riefenstahl explicita cuáles eran sus intenciones al rodar la película. Los motivos tienen una fuerte carácter identitario: “En Pentesilea encontré mi propia individualidad como en ningún otro carácter” [1]. Lo que le atrae de Pentesilea es que “veo a Pentesilea supradimensional: es diosa y hombre a la vez“. Y, “va de un extremo a otro” [2].
La identidad que Riefenstahl percibe en el fondo va más allá del tiempo, pudiéndose hablar de una reencarnación: “Si hay una transmigración de las almas, entonces yo tengo que haber vivido su vida en una época anterior. Cada palabra que habla es dicha en lo más profundo de mi alma, jamás podría actuar de modo diferente a Pentesilea” (Why I am Filming…p., 195). Éste es el punto en que se inserta el proyecto dentro de la identidad entre vida y obra y en la construcción de los imaginarios de la época.
Como se ha denominado con acierto para caracterizar la obra de Arno Breker, se trata de un “tiempo de dioses”. Se trata de construir prototipos, símbolos, más allá del bien y del mal. En el caso de Leni su identificación con Pentesilea lo es como una semidiosa, síntesis de lo clásico, de la calma, y de lo desatado, de lo dionisíaco. Y esto es lo que tiene que reflejar la película: “La composición de la película tiene que ser clásica y el ritmo tiene que estar en cambio continuo entre la agitación dionisíaca y la calma clásica y el autocontrol, entre el comportamiento demoníaco y clásico” (Why..p.201).
Lo apolíneo y lo dionisíaco es la herencia nietzscheana de los griegos que se refleja en esta visión de Riefenstahl. Y que caracterizaría a los seres humanos superiores, a la vida en gran estilo, en definitiva a los semidioses. Como he aludido en una entrada anterior, su grandeza estriba en que tienen un destino trágico. Y forma parte de la atracción romántica por los semidioses que explican la condición humana como ENTRE. En este caso, entre lo divino y lo humano.
El proyecto de la película sobre Pentesilea se inserta en su propio proyecto de la vida como arte y el arte como vida, y no es casual que le recuerde al prólogo a Olympia: “intenté dar vida a las piedras”. Patente en la reencarnación del Discóbolo de Mirón en el atleta olímpico germano lanzador del disco. Esa reviviscencia tiene lugar en el neoclasicismo del III Reich, y sin duda es una de esas casualidades causales el que en medio de los preparativos de la película tenga lugar su visita a Speer, a mediados de agosto de 1939, dos semanas antes de la guerra, visita a la que en un momento determinado se suma también Hitler. En el estudio de Speer pueden admirar la maqueta del nuevo Berlín en estilo culminada por la Gran Halle.
En el filme la reanimación del pasado tendrá lugar a través de las imágenes. Y con ello se descubre el verdadero motivo del interés de Leni en el proyecto: el enorme potencial estético de Pentesilea. Desde que leyera la obra de Kleist por vez primera en 1926 no ve en ella una obra de teatro sino de cine. Una obra difícil en teatro y todavía más para llevar al cine, pero de la que piensa: “Me atrevo a decir que Pentesilea está escrita para el cine y sólo para el cine”. Lo que significa entrar en una doble dimensión: los elementos fílmicos de la obra, de ahí su gran preocupación por los escenarios, de los que ha dejado detalladas descripciones pero, sobre todo, del cine como el arte de las artes. Porque “el cine se convertirá en arte sólo cuando –por los medios que sólo son posibles en el cine- cree la experiencia artística que ninguna otra forma de arte puede darnos: la fusión armoniosa de factores ópticos, acústicos, rítmicos y arquitectónicos. Y entonces el cine se convertirá en el rey de las artes” (Notizen, p.197). El cine, gracias a las nuevas técnicas, de las que es una pionera, aspira a convertirse en la obra de arte total.
La película no debía ser como los filmes coloristas de Hollywood, sino parca en los colores, beige y marrón, “como los colores de los viejos edificios de los dioses junto al Nilo”. Es interesante señalar que para la lucha final entre Pentesilea y Aquiles quiere escenarios naturales, pero no para representarlos, sino que tiene que ser “überdimensional” (palabra que enlaza con su concepción de Pentesilea), una naturaleza estilizada en los juegos de luz y sombras. Dicho de otro modo: las imágenes sacadas de la naturaleza con la técnica tendrían que ser “irreales”. Estamos ante una anticipación del hiperrealismo virtual gracias a la técnica.
Leni Riefenstahl presta una especial atención al elemento dionisíaco, que debe manifestarse después de la gran escena de amor. Y a continuación detalla toda una escena de naturaleza desatada, con rayos, oscuridad y animales y hombres que huyen despavoridos. Describo: los árboles se doblan, el río se sale de la orilla, las rocas se rompen y se despeñan en grandes bloques, los caballos se vuelven salvajes y el hombre está en medio de esa naturaleza furiosa convertido en piedra por el pavor y el terror. Lo bello, lo terrible, es decir, lo sublime, imperan por doquier.
Este proyecto fílmico de Pentesilea es una prolongación de la magnífica miseria del romanticismo: dioses y belleza en el umbral de la Segunda Guerra Mundial. Porque, y de eso se trata, más importante que la realidad es la belleza: “Y al igual que el lenguaje de Kleist es un éxtasis de belleza, así los cuerpos humanos en este película tienen que representar un éxtasis de belleza corporal”.
[1] “Why I am Filming Penthesilea
[2]“Notizen zu Penthesilea“ . Filmkritik, August 1972, S.416-425, p.417.
jueves, 27 de septiembre de 2007
Circular 07. Las afueras.
Proyecto de extravíos y geografía sentimental que recorre el mapa de Madrid, “una telaraña” de calles que son las costuras de un cuerpo atropellado, cuyo límite es el AVE, y que crece cavando en sus entrañas. La enfermedad traza secretas correspondencias entre complejos hospitalarios de diferentes ciudades. Más acá de las fábricas autoreplicantes, la poesía tiene cita obligada en calle Vizcaíno.
Estamos a comienzos del siglo XXI ante un ejemplo de lo que soñó el otro inicio del siglo XX, en palabras de Adorno, ante una micrología. Es, por tanto, una clave, que ayuda a abrir mundo y época. Casi me atrevería a decir que inaugura algo desconocido, pero no por ello menos necesario, una estética del ciudadano, que deja atrás la del flâneur. La búsqueda de un logos de lo pequeño, se intensifica en una escritura minimalista de trapero de lo cotidiano. No está solo. Aquejado de un complejo de Diógenes, transforma la avaricia autista en generosidad que acude a todas las citas. El resultado, magnífico, es, recurriendo a John Cage, el texto de una partitura vacía en la que resuena el mundo.
La escritura esencial es ahora camino de las afueras. En ellas los fragmentos se ordenan según la extraña lógica de las cosas. Lo nuevo no es la materia sino la forma, es decir, el medio expresivo, transversal en signos, lenguajes y géneros, que nos permite ver, no las cosas primeras, sino las cosas por primera vez. Esto es un privilegio. Que se paga. Pero no conviene confundirse. Las afueras no son la periferia del centro sino el centro de la periferia. Es el lugar de los márgenes, pero no de la marginalidad. Por eso, sus libros, este libro, lo pueden (mejor, deben) comprar todos, pero sólo lo leerán realmente unos pocos, aquellos capaces de ver en el ejemplar la invitación que lleva escrita su nombre. Y es que son libros, no editados, pero sí escritos bajo demanda.
lunes, 24 de septiembre de 2007
2. Pero, ¿quién es Pentesilea?
Pero éste no es el punto de vista de Pentesilea. Porque, a diferencia de Aquiles, no hay un amor fati, y el saber no juega aquí ningún papel para evitar la tragedia. La clave del desenlace final la tiene la suma sacerdotisa cuando afirma que Pentesilea: “no sucumbirá ante el adversario en el curso del combate, sino ante el enemigo que lleva en su seno. Y a todos nos arrastrará al abismo”. Bien sabe la reina de las amazonas que: “en mi alma sólo hay porfía, sólo contradicción”. Éste es el motivo secreto, la contradicción no lo anula, sino que la incita una y otra vez, movida en un sentido y en otro por la pasión. No olvidemos que en Kleist la característica de lo humano es el conocimiento, la conciencia. La de lo divino y lo inanimado en manos de lo divino es la falta de ella. Los discursos de la semidiosa Pentesilea son una mezcla de conciencia y de delirio. La conciencia, el conocimiento, es la salida del paraíso. La vida más perfecta es la del inconsciente, pero no quiere decir que sea mejor.
El lugar romántico es ese difícil espacio entre lo humano y lo divino. El romanticismo, queriendo superarlas en la visión de la totalidad, no hace más que agudizar las contradicciones y dualidades del yo moderno. En su modelo griego no hay redención a través de los hechos, sino destino que se cumple a través de ellos. Este punto, el destino, es clave. Lo interesante de la obra ( una dualidad característica de Kleist) es que, en el fondo, Pentesilea no tiene ninguna vocación trágica. No hay un amor fati. Su deseo, como todos los humanos, como los dioses, es la ventura, no el sufrimiento. Por eso dice: “Dicen que la desgracia purifica. /Yo jamás lo he creído, oh bienamada; /A mí siempre me ha enconado, sublevado/ con pasión, aún no comprendida,/frente a los dioses y frente a los hombres. […]/ ¡El hombre puede ser grande, heroico, cuando sufre;/ pero es divino cuando es venturoso!”.
No hay, pues, ni en el personaje, ni en el autor, una vocación de malditismo. Simplemente, no pueden aguantar más, y el dolor les rompe, o cabría decir, les suicida. No hay redención, purificación, ni tampoco alivio en el dolor, sino una profunda soledad: “Pentesilea. ¡Dolor! ¡Dolor! / Protoe. ¿Dónde?/ Pentesilea. Aquí/ Protoe. ¿Qué puedo hacer por ti?/ Pentesilea. Nada, nada, nada”.
Al descubrir que ha sido ella, y no Aquiles, la vencida, le echa los perros, le atraviesa con una flecha el cuello, hinca los dientes en el “blanco pecho” y se revuelca por el suelo rivalizando con sus perros en desgarrar y despedazar los miembros de Aquiles. Y así la encuentran: “Cuando yo llegué, / la sangre chorreaba de sus manos y boca”. La suma sacerdotisa la llama “monstruo”. Pentesilea se vuelve demente: cree que otro, y no ella, ha matado a Aquiles. Y cuando le hacen ver que no es así: “Pentesilea: “Entonces fue un error. ¡Besos o dentelladas!/ Cualquiera que ame de todo corazón/ puede confundir los unos con las otras”. Lo que , añade, se encierra muy gráficamente en la expresión: “te comería a besos”.
La clave de todo es la hybris que subyace al destino, que toda grandeza, excelencia, es trágica. Y, más allá de toda moralidad, es lo que encontramos también en las heroínas románticas: son demasiado grandes por su pasión Así lo resume bien su amiga Protoe en estas palabras finales de la obra: “¡Sucumbió porque estaba floreciendo/ con demasiada fuerza y gallardía!/ La encina muerta resiste el temporal,/ pero éste abate con estrépito a la sana/ porque puede hacer presa en su ramaje”.
sábado, 22 de septiembre de 2007
1.Pentesilea. La tragedia de los semidioses.
Ciertos modelos de dios-hombre tienen antecedentes griegos y cristianos. Mantienen viva una doble tendencia característica de nuestra cultura: la creación de mitos y su desmitologización. Es una cultura de héroes y perdedores, o más precisamente, una cultura de perdedores que todavía necesita a los héroes, aunque sea bajo la forma de perdedores.
Pentesilea es una figura de la mitología y también un personaje de Kleist. Es el mejor ejemplo de una vida en extremos, de la imposibilidad de unir los contrarios, del desgarro romántico, en suma, de una “magnífica miseria”. Es la belleza torturada por la pasión sin salida, es decir, trágica, sublime. Pentesilea fue escrita por Kleist entre 1806 y 1807. En ella expresó todas “las bajezas y todo el esplendor de su alma”.
Ambas unidas en la contradicción. Porque Pentesilea no es una figura ejemplar, pero sí grande, modélica, que cumplía en su destino el ideal griego de lo bello y bueno. Una figura que rompe tanto con los estereotipos de la modernidad como de la posmodernidad. Porque es grande sin medida, se extra-limita continuamente. El deber pone momentáneamente límites a su pasión por Aquiles, pero se revela todavía más irracional que ella. Y nos descubre el mecanismo oculto del amor: dos iguales que no pueden serlo, porque uno tiene que vencer al otro. El amor como donación sólo surge en el sometimiento del otro.
En el caso de Pentesilea, sus acciones, que parecen ser las de una demente, tienen su lógica, porque obedecen a esos impulsos contrapuestos, a los del amor y a los del deber, que además se cruzan, ya que debe vencer al que ama para poseerle, sin poder, a su vez, ser ella vencida y poseída.
Cuando Aquiles la vence, pero la engaña haciéndola creer que ha sido vencido, todo va bien, pero cuando se da cuenta del engaño, le mata cruelmente y despedaza con sus dientes rivalizando en fiereza con los perros: besos y dentelladas –le hace decir Kleist a Pentesilea- son lo mismo. Ése es el destino del amor: “te comería a besos”.
viernes, 21 de septiembre de 2007
el derecho a la venganza
¿Camus en una editorial leonesa? Recibo el libro de la mano amiga que me lo reserva, y no puedo evitar la asociación al leer el título. Pero el autor es otro, José Luis Rodríguez García. La lectura, sosegada pero sin interrupción, me revela que no andaba tan descaminado. Es una novela que trata del dolor humano, no abstracto, sino en carne y hueso, como el que siente cuando le arrebatan al hombre sin nombre, brutalmente y sin sentido, a la mujer amada y al hijo pequeño, condenado a sobrevivirse como un despojo.
La narración avanza entrecortada por los fogonazos de imágenes instaladas en la memoria del presente, intensa y a la vez fluida, sin un punto y aparte, llena de ternura y de matices, de dudas, que nutren una escritura reflexiva y cercana.
A riesgo de parecer trasnochado me atrevería a decir que se trata de una novela escrita en clave generacional. En este caso merece la pena mantener la palabra generación, pues es algo que trasciende al ámbito puramente literario. Se trata, efectivamente, de la que se ha denominado como la generación de la transición a la democracia en España. A nivel europeo se puede asimilar a la que Kundera caracterizó como la generación del acto perdido. Una generación que amaba su destino, pero que su destino no la amaba a ella.
La novela trata de identidades, en términos adornianos, “dañadas”. Propia de los personajes trágicos de las obras de teatro de Sartre, cuya decisión plasmada en el acto definitivo resulta estéril socialmente y autodestructiva para el individuo. Y que, sin embargo, asumen las consecuencias de sus actos. Desde esta perspectiva, que un personaje se llame Althusser, el fondo y letra de las canciones de Brel, y Paris, siempre Paris, son algo más que un guiño cómplice.
El hombre asediado (por la inquietud, el dolor, el recuerdo) no tiene nombre. Las identidades dañadas no tienen espejos en su casa, llevan vidas sin rostro. En tales circunstancias emerge una y otra vez la pregunta en la novela: ¿hay derecho a la venganza?. Planteada en términos de los crímenes contra la humanidad, queda la duda, pero no parece haberla cuando tocan el último reducto del individuo: sus seres queridos. El diálogo entre personaje y autor sobre este punto tensa la obra, llevándola por vericuetos que no voy a desvelar para no privarles del placer de su lectura, que recomiendo vivamente.
lunes, 17 de septiembre de 2007
Web 2.0
jueves, 13 de septiembre de 2007
Cine y modernidad
El libro empieza recordando lo obvio: que la cuestión de lo moderno no es ya moderna; que ya no hay arte moderno sino contemporáneo; que la definición de arte es institucional: es lo que hay en las instituciones que lo promueven y lo exhiben. Desde este planteamiento, la modernidad del cine no se ve cuestionada en ningún sentido. Máxime al tener en cuenta su origen en la modernidad estética y en la modernidad industrial.
Pero sí se pone en duda que sea un arte moderno. Cuando se hace cine no siempre se pretende que llegue a ser arte. Y, además, no está generalizada su presencia en el museo y las instituciones legitimadoras del arte. Aunque sí es cierto que, cuando ha sido arte “moderno”, el cine no ha sufrido de manera tan acusada los avatares del arte en esta denominación.
En los años 70 se decreta el fin de la modernidad en el arte (de autor y de creación), y se inaugura una estética del reciclaje, de la cita, la memoria, la ironía, el guiño y la parodia. De modo que, según Aumont, en los años que van de 1985 a 1990 el cine comienza a hacer balance y se habla también ya de su muerte. Suponemos que es a título informativo, pero no deja de apuntar que, justo en 1981, es cuando la izquierda llega al poder en Francia.
A pesar de todo, es precisamente la índole de su modernidad lo que ha salvado al cine del descrédito. Porque no consiste para Aumont en el tópico de la mera búsqueda de la novedad, sino en el esfuerzo por ser contemporáneos, de nuestro tiempo. No hay, pues, en el cine moderno esa ruptura entre lo moderno y lo contemporáneo que se observa en el arte.
Esta sería la modernidad de Ciudadano Kane de Welles, la de Stromboli de Rosellini, y la de Godart en À bout de souffle. Una modernidad que siguiendo a Baudelaire busca lo permanente en lo efímero. Por ello, y a diferencia de otros artes, resalta Aumont que se pueden ver seguidas películas de diferentes épocas, teniendo menos la sensación de haber navegado en el tiempo que en estilos.
Puestas así las cosas, el cine sobrepasa las divisiones al uso, y ya no es ni moderno ni tampoco posmoderno: se ha convertido simplemente en contemporáneo, es lo “eterno contemporáneo”, productor de “novedad” y “actualidad”. Para Aumont si se habla de posmodernidad es en el sentido de lo posmoderno como conciencia de lo moderno. Y recuerda a Lyotard cuando afirma que en este sentido para ser moderno hace falta ser o haber sido posmoderno.
Por ello resulta interesante su apelación a Beck y a su “segunda modernidad” (1985) como perfectamente aplicable al cine de ahora: si en la primera el tren era tirado por la tecnología, ahora las amenazas son humanas, y se trata de controlar el progreso tecnológico. En ese contexto, ya a finales del siglo XX el cine es un pensamiento de imágenes, original y poderoso.
A diferencia de las artes que se han convertido en cosa de expertos, el cine de autor o de masas cuenta historias y quiere llegar al público. La modernidad del cine consistiría ahora en “auratizar el cine”, o en términos de Cassirer, “intensificar lo real”. Se trata de la pasión por lo nuevo, la creación, y el futuro. Un futuro no idealista, que no es el sacrificio, sino el proyecto del presente.
viernes, 7 de septiembre de 2007
Belleza y multiculturalismo.3.
Respecto a lo primero, ya señalé en la anterior entrada la diferencia de posturas en cuestiones relativas a la identidad, que inciden ahora en el tema del estilo de vida. La novela es una mirada divertida sobre las miserias de los adultos, patosos, inconsecuentes y desvalidos. Tal es el caso de Howard Belsey, profesor de Estética y Teoría del Arte, empantanado en una investigación sin salida (y sin libro) sobre Rembrandt, pero con una sexualidad de mandril. Y que tuvo unos “pocos años dorados en los que creía que Heidegger le salvaría la vida”.
En cierto sentido, Sobre la belleza es una novela de campus, donde se ridiculiza a los académicos como a personas de otra galaxia, (“no tenían ni idea de qué demonios hacían”, “en las universidades la gente se olvida de cómo se vive”) entregados a paladear las escasas gotas de rocío obtenidas en la búsqueda de reconocimiento personal, y dedicados en los ratos libres (que son muchos) al apasionante deporte de zancadillear al colega. La descripción del shopping de la primera clase, destinada a extender la mercancía del curso, para conseguir clientes, ya que no adeptos, es memorable.
Pero, junto al humor, hay una mirada irónica, políticamente incorrecta, sobre quienes sufren las discriminaciones, pero no se benefician de ellas, mientras que los que están a cubierto obtienen beneficios. Lo que se traduce en un no disimulado choteo de los departamentos universitarios estadounidenses que se dedican a y viven de la discriminación positiva.
En esa clave de caminar en el filo de la navaja se inscribe la exposición de las ideas (reaccionarias) del profesor Kipps (bestia negra de Belsey en todos los sentidos) que hace Zadie Smith. Por ejemplo: “que la igualdad era un mito y el multiculturalismo, un sueño fatuo”, llegando a sugerir “que, con harta frecuencia, las minorías exigen una igualdad de derechos que no se han ganado”. O la tesis estrella de Kipps: mientras fomentemos una cultura del victimismo, seguiremos educando víctimas.
Pero el multiculturalismo no naufraga en los textos sino en las imágenes, en los ojos de los otros. Hay un doble discurso, el de los diálogos, multiculturales, y el de las imágenes, raciales. Las segundas predominan sobre los primeros. De modo que el racismo está en los ojos, y de ahí pasa a la mente. Y no es únicamente por cuestiones de color de piel, sino entre personas de la misma raza, pero de diferente extracción social. Si, en Dientes blancos, todavía Irie confiaba en el futuro, Carl, el discriminado, dice de manera premonitoria: “el futuro es otro país, chica, […] y yo aún no tengo pasaporte”.
¿Qué es lo que queda como fundamento de la esperanza? Precisamente eso, la belleza como el negarse a ser el otro, como el deseo de ser simplemente uno mismo. La belleza, “esa flor de un millón de pétalos que es la dicha de estar aquí, en este mundo, con la gente”. Son los pequeños instantes que, como islas de belleza, anidan en las tragedias personales. Ésos raros momentos de “concordancia” entre el objetivo y la capacidad para conseguirlo.
Zadie maneja en esta novela una idea de belleza como armonía ligada, más que a las cosas, a las situaciones. Belleza es la concordancia efímera consigo mismo. Es, dicho en términos que pueden sonar enfáticos, pero que no lo son, es la alegría de ser. No es excepcional, sino ordinaria, no da sentido a la existencia sino que es la existencia llena de sentido: tener sed y beber, tener hambre y comer, encontrar algo divertido. La belleza no es perfección, si acaso los Dientes blancos de una dentadura postiza que da título a la novela.
La flor azul, símbolo de la belleza romántica, no crece aquí en solitarias cumbres ni en lo profundo de recónditos valles, sino que está esparcida en los actos de la existencia; florece en las enrevesadas callejas del multiculturalismo, en un tipo de existencia que no es ninguna solución, de lo que se lamentan los viejos, pero que para los jóvenes es lo que hay. Está unida a la verdad, pero, como dice Alsina, una verdad para vivir con ella. Una belleza como plenitud hecha de renuncias cotidianas en Carlene y Kiki. Y que explica también lo que había sido Kiki, “una diosa del día a día”. Quizá fuera eso lo que les gustó a las dos del cuadro de Hyppolytte, Maitresse Erzulie. Una belleza ante la que, al final, no tiene nada que decir Howard Belsey, mudo ante el cuadro de Rembrandt.
sábado, 1 de septiembre de 2007
Belleza y multiculturalismo.2.
A primera vista, su línea argumental consiste en la exposición de los miedos de los nacionalistas a la contaminación y el mestizaje, y el terror del inmigrante al desarraigo y la disolución. Pero, siendo esto cierto, queda muy matizado al pasar por el tamiz de los conflictos generacionales de las familias, ya sea de matrimonios mixtos, blanco y negra, o de asiáticos y caribeños.
Un ejemplo en Dientes blancos. Vemos el espanto de Samad, el bengalí, por el “pacto del diablo” que ha firmado la primera generación con el lugar de inmigración, en principio provisional, pero que les lleva gradualmente a la pérdida de identidad, a considerarla como un accidente geográfico de nacimiento. Y, sin embargo, “mientras Samad describía este desarraigo con una expresión de horror, Irie descubrió con sonrojo que a ella aquel lugar accidental le parecía el paraíso. Sonaba a libertad”.
Hay un momento del conflicto en que Irie explota, y les recuerda a los mayores que existe otra gente a su alrededor, gente normal, que no está obsesionada con el tema de la identidad y que, simplemente, lo único que quiere es vivir. Como síntesis, al final de la novela Dientes blancos, Irie, negra, futura pareja de Joshua, blanco, con un hijo de asiáticos en camino, tiene la visión de un tiempo, que espera llegue pronto, en que “las raíces habrán dejado de tener importancia”.
¿De dónde sale esta esperanza?
jueves, 30 de agosto de 2007
Entre lobos y autómatas
La filosofía española está pasando por uno de sus mejores momentos en lo que al ámbito de la creación se refiere, y de ello es una buena muestra este libro de Víctor Gómez Pin. Escrito en forma de ensayo, es una reflexión sobre problemas sociales contemporáneos, respecto a los cuales proporciona agudos análisis y arriesga conclusiones, nutriéndose de los clásicos del pensamiento, aunque no parapetándose tras sus citas. En el contexto de su biografía intelectual tiene como antecedente otro magnífico ensayo, Los ojos del murciélago en el que, como hilo conductor, aparece también la recurrencia al mito platónico de la caverna, verdadera síntesis a su juicio de la condición del hombre en nuestros días. Porque, efectivamente, lo que Gómez Pin denuncia, en sintonía con lo expuesto por Saramago en La caverna, es la vida como simulacro en la gente corriente y la fascinación por el simulacro en los intelectuales. La palabra “simulación” no es sólo un procedimiento tecnológico, sino que tiene aquí el doble sentido de confusión y de sustitución de lo humano ya sea por lo animal o por lo artificial.
La tesis del libro es que la abusiva humanización de entidades animales (grandes simios) o maquinales (androides e inteligencia artificial) lleva hoy a una progresiva deshumanización del hombre, fruto de la desaparición de las fronteras de lo humano respecto a otros seres. La nostalgia de la naturaleza animal idealizada y el proyecto fáustico de la técnica confluyen en una disolución de lo humano que es su negación, desembocando en un antihumanismo nihilista. Y es que “sólo por un sentimiento nihilista respecto a la fertilidad de lo que nos confiere radical singularidad, cabe pensar que una computadora puede sustituirnos en algún registro esencial….por ejemplo, ese registro esencial que constituye el pensamiento filosófico y científico” (p.186). Por eso, “frente a ello se impone una suerte de militancia humanista” (p. 23). Ése humanismo de Gómez Pin le lleva a destacar una y otra vez la singularidad del ser humano como “inteligencia lingüística”, aspecto esencial que le diferenciaría de los animales y de las máquinas.
Si el libro tiene un propósito y tono militante es porque el propio Gómez Pin destaca la “soledad” del humanista. De ahí que acuda a todos los frentes, y maneje la ironía, no exenta de ternura, en cada uno de los numerosos ejemplos en los que plasma los extremos criticados, procurando mantenerse en el filo de la navaja, de modo que no de la impresión de un rechazo general de las tecnologías, o de falta de consideración y afecto por los animales. Por eso se ve obligado a recordar: “Ha de quedar claro que lo que precede nada tiene que ver con un repudio general de la tecnología” (p.137). De hecho, las simulaciones permiten resolver enigmas científicos y tienen gran importancia en las intervenciones clínicas. Lo que en verdad se critica es precisamente lo extremoso de “la actual ideología franciscana respecto a los animales y genuflexa ante los espejismos digitales” (p. 224).
Planteadas así las cosas, hay dos hilos conductores en el libro, por igual interesantes, pero no igualmente presentes. Uno es la realización de la militancia humanista, es decir, contra qué va el humanismo de Gómez Pin, y otro de qué va ese humanismo, que en definitiva es una llamada a la solidaridad ya que se trata de “discernir en el entorno a los humanos que no quieren dejar de serlo, fraternizar, unificar las fuerzas, y proceder a socavar los cimientos del edificio erigido por el enemigo” (p.228). Conviene tener en cuenta estos dos aspectos para que no se pierda la intención última en la polvareda de la polémica, más fuera que dentro del libro. Pues, como decía Ortega, ser “anti”, sólo eso, es una forma deficiente de existencia. Y quedaría en poco la crítica al antihumanismo de Gómez Pin reduciéndola a un supuesto rechazo ya sea a los animales o a las tecnologías. Porque, de lo que se trata, efectivamente, es que “una cosa, repitamos, es amar la naturaleza como consecuencia del amor al ser humano, y otra muy diferente es sustituir la causa genérica del hombre por la causa de la naturaleza” (p.83). Gómez Pin sitúa la causa del hombre, al igual que otros filósofos, en ese difícil territorio del “entre” que nos ha tocado vivir. Aunque cabe mutar la necesidad en posibilidad, como es el caso de Bachelard al caracterizar el ser humano como un ser de superficies y “entreabierto”. En realidad, el libro tiene dos partes temáticas: una escrita, la defensa contra el antihumanisno, y otra por desarrollar, la propuesta de su humanismo.
Quizá la diferencia de espacio en el tratamiento de ambos tema se deba a una cuestión de urgencias. Predomina en el libro el sentimiento de abandono de la “centralidad” del ser humano, las consecuencias de vivir en los espejismos de la caverna platónica, la confusión de identidades por el desconocimiento de su “esencia” y, en definitiva, la pérdida de su dignidad. Para Gómez Pin, las “homologías genéticas” con especies de primates no deben esconder que las pequeñas diferencias tienen grandes consecuencias en la configuración de la identidad. Ahora bien, el exagerado énfasis en la animalidad le lleva a sospechar un déficit de solidaridad con los miembros de la propia especie. Y así ironiza sobre unos “cuidados caninos” que ya quisieran para sí muchos seres humanos. Está convencido de que el “animalista radical” no busca tanto ser consecuente como tener de sí mismo una imagen de redentor. Además, los procesos de humanización de los animales suelen ir unidos, por desgracia, a los de su desnaturalización.
En el otro lado del extremo y basándose en argumentos de Searle, de hace ya un cuarto de siglo, Gómez Pin denuncia el empleo abusivo de la palabra “inteligencia” para referirse esta vez a las operaciones de las máquinas. Y que tiene como contrapartida el descrédito en que parece caer la inteligencia de origen biológico. Pero no sólo se trata de la inteligencia. Si hay un tema que encocora a Gómez Pin y al que ha dirigido sus mejores dardos, da igual se trate de amigos o enemigos, es el relativo a los intentos de digitalizar la percepción, y especialmente en lo que se refiere al gusto y olfato. A la tristeza por las escuálidas raciones en las versiones analógicas del llamado “cubismo culinario” se suma ahora el lamento por la pobreza de las imágenes digitales, de lo abstracto, frente a la riqueza de lo sustancial y de lo concreto.
A todo esto nos llevaría según Gómez Pin la hegemonía del simulacro, al vaciamiento, la sustitución, la pérdida y, más importante, la imposibilidad de realización del ser humano. Ante ello, se trata, afectivamente, como plantea el autor de “¿qué hacer?”. Así precisa que hay que “hacer todo lo posible para que cada ser humano se sienta socialmente arropado cuando, por fortuna, le embargue el propósito de vencer la pereza, la abulia, el miedo que frenan su capacidad de realizarse” (p.229). Posibilidades hay, a pesar de la sensación de aislamiento del autor, de su tono a veces pesimista, quizá como resultado de las heridas recibidas en las batallas libradas por la militancia humanista.
La razón de este moderado optimismo es que la postura humanista no resulta tan extraña hoy, después de un final de siglo XX poblado por identidades terminales, ya sea en forma de robots, cyborgs, androides y demás especimenes que pronosticaban para los nómadas digitales un dudoso futuro posthumano. Lo cierto es que estos futuros se han alejado últimamente tanto de los imaginarios sociales de la ciencia ficción como de los pronósticos de la ciencia especulación.
Desde esta perspectiva, la propuesta de Gómez Pin encuentra un terreno más abonado que desde hace décadas, aunque no exento de problemas, que quizá hacen pertinente mantener esa “militancia humanista”. Efectivamente, y como recomienda, se puede plantear una recuperación del individuo, pero teniendo como referente negativo no tanto los problemas identitarios derivados de una perspectiva esencialista, como el auténtico simulacro que representa hoy verdaderamente el llamado “individualismo de masas”. Consiste en la estrategia de mercado, de la que no se libra la industria cultural, de tratar a todos como si fueran únicos, de promover ficciones y al mismo tiempo de hacer la crítica a esas ficciones mostrando la generación de las mismas, en definitiva, de construir cavernas platónicas y, a la vez, denunciar su existencia como formando parte del negocio. La generalización del simulacro acaba en el simulacro de la generalización. Y de este modo se llega a los futuros distópicos, al determinismo en las tecnologías que, más allá de adscripciones políticas concretas, acaba en la negación del futuro, de la posibilidad del ser humano de controlar su propia vida en esta sociedad tecnológica.
Se trata, pues, de explorar la posibilidad de una recuperación del individuo, pero no contra sino a través de las tecnologías mismas, en un uso responsable de ellas, desde el hecho de que somos seres tecnológicos. Estamos en un momento en el que, más allá de las posturas enfrentadas, se asiste a un proceso de redefinición de lo que entendemos por ser humano. A ello contribuye de una manera eficaz este libro sobre unas bases sólidas de la tradición, pero que pueden enlazar perfectamente con el presente, si se recupera una perspectiva de futuro. Es más que posible que haya que revisar conceptos como los de la centralidad del ser humano, la misma dignidad humana, adecuándolos a nuevos espacios y tiempos. Porque recobrar la identidad no significa volver a embarcarse en la deriva solipsista. A estos individuos en comunidad, que actúan como ciudadanos despiertos, son a los que apela el libro en aras de una auténtica práctica política desde su dimensión ética recuperada.