jueves, 16 de abril de 2020

Cultura visual 3



Sergio Martínez Luna es consciente del riesgo de esencialismo al plantear al comienzo “en sentido fuerte la pregunta acerca de qué es una imagen” (28) pero acaba esbozando una muy interesante “teoría crítica” (230) llena de matizaciones. Estas vienen propiciadas por el giro que observa de lo representativo a lo performativo (15) con la digitalización analizando minuciosamente en el libro sus consecuencias. Las imágenes digitales “constituyen” (51)la realidad con lo que se borra la frontera entre representación y realidad; no permiten identificar lo material con lo físico como se daba a entender cuando se insistía en la desmaterialización de las mismas; se diluye la diferencia entre imagen fija y en movimiento como ocurre en el cine posnarrativo (21) que tan bien ha analizado Horacio Muñoz Fernández; nos reafirman en que “la experiencia de la imagen es corporal” (196), háptica. Este libro es muy consciente de la dificultad, por su complejidad, de elaborar una estética de los imaginarios vigentes en la siempre época de las nuevas tecnologías. Y es de obligada lectura para quien quiera conocer los entresijos de esa transición en la que estamos. Su propia forma estilística, escasa de punto y parte y llena de punto seguido, es un reflejo de ello.


Vuelvo al comienzo de estas entradas para pensar esa transición en un diálogo entre dos comienzos de siglo: ya no se trata, como la generación del 14, de preguntarse solo con conceptos por nuestro ser-en-el-mundo sino de pensar nuestro estar en el mundo en imágenes.  Las imágenes, en su pluralidad, son nuestra forma de estar en el mundo. Ese pensar es una experiencia poliestética ya que no existen imágenes visuales sino corporales y es un error que se arrastra identificar lo icónico con lo visual, perdiendo, perdiéndonos en las otras imágenes, sin saberlo, sin “gustarlas” (sapere).

miércoles, 15 de abril de 2020

viernes, 10 de abril de 2020

jueves, 9 de abril de 2020

Cultura visual 2


La asociación entre los títulos de los dos libros desde la portada de uno de ellos ha sido primero visual y luego conceptual: se han cruzado dos imágenes y luego ha invitado a pensar en ellas. Ambos tienen en común que son libros de tránsito, entre límites. En el de Eschenmayer se plantea el problema de Filosofía y Religión, el tránsito del saber a la fe, a la no filosofía, en que a su juicio acaban las filosofías del Absoluto, como quiera que se llame este. Entonces se podía hablar todavía en singular ya que se trataba de una filosofía, la idealista, y una religión, la cristiana. A comienzos del siglo XX hay una modulación en el tránsito cuando al aumentar las imágenes tecnológicas (no técnicas, denominación inapropiada, las plásticas también son técnicas) se produce el cambio cualitativo denominado giro icónico. A pesar de que pretenden superar al idealismo hay casi una unanimidad en las aparentes diversas filosofías, primero a interpretar el giro icónico en términos de giro lingüístico y, segundo, a rechazarlo. Entonces se trataba de Filosofía e Imagen, también en singular, del paso de la filosofía a la no filosofía, a la imagen, al mundo reducido a imagen, a nada, denunciaban.

La herencia recibida desemboca hoy día en una situación paradójica de lo más interesante: desde Platón se maldice a las imágenes con imágenes, se las utiliza para ilustrar el pensamiento y en un gesto de máxima apertura que honra una fantástica iniciativa se hacen concursos de fotografía y vídeo en las Olimpiadas de filosofía. Pero sin ir más lejos. A los alumnos se les explica de una manera y ellos se comunican de otra. Parece que en las relaciones entre filosofía e imagen ya no tiene nada que hacer la filosofía y la religión, pero como decía Stirner nuestros ateos son gente piadosa. La religión de las imágenes pesa desde la tradición judeo-platónico-cristiana que privilegia la palabra sobre la imagen, cuando no la condena. Sin embargo, la herencia de comienzos del siglo XX, de la generación del 14 en filosofía, es un auténtico regalo envenenado, un phármacon, porque son ellos los que propician, a su manera, uno de los tránsitos de la filosofía a la no filosofía, aunque se queden a las puertas de otro: de la filosofía al pensamiento en mitos no al pensamiento en imágenes.

 Con una rara unanimidad intentan superar la filosofía (metafísica, historia de la filosofía) para volver a sus orígenes, al pensamiento, porque la filosofía ha abandonado sus raíces en él. El problema es que ese sitio está ya ocupado y para pensar no hace falta ya filosofar. De hecho, hoy se da el fenómeno contrario, es el pensamiento el que ha abandonado a la filosofía y se piensa fuera de ella. Pensar no es sinónimo de filosofar y menos de citar. Lo que no obsta, y este es el otro elemento de la paradoja, para que los que dicen que se dedican a analizar imágenes, en vez de hacerlo, acumulen citas de filósofos, cuanto más abstractas mejor, empleando un lenguaje barroco ininteligible que sepulta en lo lingüístico lo icónico.

Y ahí estamos, en ese tránsito de la filosofía al pensar, a la no filosofía, con camino de ida y vuelta. Muchas cosas han cambiado respecto al siglo pasado. Con las imágenes digitales no tiene mucho sentido preguntarse qué hacen con nosotros (reeditando el viejo determinismo tecnológico) sino qué hacemos con ellas. Ya no somos espectadores sufrientes sino usuarios agentes. Eso quiere decir que el tránsito de la filosofía a pensar en imágenes es un ejercicio de responsabilidad ciudadana en el que no se permite el ejercicio de la irresponsabilidad lingüística edificante consistente en antropomorfizar las imágenes: no son sujetos, los sujetos somos nosotros y responsables de su creación, uso y distribución. De ahí que no proceda seguir preguntando religiosamente como en el siglo pasado qué se esconde detrás de las imágenes levantando piedras conceptuales. En vez de jugar al escondite, como en la filosofía tradicional, el ejercicio de responsabilidad ciudadana consiste en preguntarse por qué empleo, doy, me das, estas imágenes y no otras haciendo visible lo visible. Necesitamos una ilustración en imágenes, orientarnos en ellas, hacer visible lo visible, dejando el negocio de lo invisible a Netflix.

Continuará


miércoles, 8 de abril de 2020

Cultura visual 1



Hay libros de autoayuda y libros que ayudan a pensar. Normalmente los de filosofía contemporánea pertenecen a los primeros, este a los segundos. Aquellos son selfies más a menos logrados, estos profundamente ambiguos en cuanto a los resultados, es decir, llenos de posibilidades. Empecemos por la portada del libro: la imagen de una estatua clásica hueca, recortada, pegada, de ojos luciferinos, se hace un selfie sobre un fondo rojo parcial ya que el cuerpo emerge de un fuera de campo al que se ciñe, sin embargo, la cartela con el título que lo atraviesa. El encuadre y su ruptura, la disposición de los elementos, los intensos colores, alimentan los contrastes espacio temporales reforzando lo ambiguo del mensaje en que se pueden reconocer muchos: clasicismo y modernidad con un toque de ironía posmoderna. El título sería un oxímoron para Adorno y el subtítulo haría las delicias de su antagonista el señor oscuro de la Selva Negra. El resultado es un pastiche conceptual al servicio de un collage visual. No al revés, lo que acaba dando una de las claves del libro. Si el título editorial es obligadamente blockbuster, en singular, la pluralidad cromática apunta ya a lo que luego será una evidencia, a que su contenido consiste en hacer muchas y diferentes preguntas a variadas culturas visuales de ayer y de hoy con muy interesantes respuestas y propuestas del autor como consecuencia de ellas, en lo que sí resulta singular ya que no es una mera acumulación de citas ni reduccionismo ontológico. El rojo de la actualidad impide una ontología de la imagen, cuando no la ontología misma. El propio Adorno le decía al señor oscuro de la Selva Negra: si quieres desactivar algo conviértelo en una categoría ontológica, tu angustia devenida existenciario ontológico no angustia a nadie. Pero no vas a poner en una portada Culturas visuales. Las preguntas por las imágenes, que parecen apuntes de clase o power point revenidos. Predicamos la pluralidad, pero adoramos lo singular. Si se une todo cabe felicitar de antemano a los responsables por el magnífico diseño y la excelente colección de una buena editorial. 

        Esta fijación mía en temas y conceptos merece una explicación y como autor vuestro del blog que soy os la voy a dar      
                                          



Cuando analizaba en el primer cuatrimestre la Crítica de la razón pura de Kant e intentaba explicar en el segundo el sistema del idealismo trascendental de Schelling (era la época de quien mis amigos llaman piadosamente el “primer Molinuevo”, el segundo no se sabe bien lo que hizo, perdido entre las imágenes, aunque sí lo que dejó de hacer) me llamó mucho la atención el título de un libro de Eschenmayer: La filosofía en su paso a la no filosofía (1803). La portada y el título de este libro me lo han recordado. También las primeras páginas donde menudea una palabra que nadie que aspire a dar una sensación de profundidad debe dejar de emplear, venga o no a cuento, generalmente no: ontología. También aquí, en el subtítulo, se percibe la huella de los latiguillos empleados por el señor oscuro de la Selva Negra. Como en Sócrates, la “pregunta” era igualmente un selfie. Para cerrar esta divagación no solicitada indicaré que entre lo que lo que nos ha llegado de las últimas lecciones del viejo Schelling es la rotunda afirmación de que en filosofía cuando se va a dar clase no cabe marear y enredar al personal con preguntas y más preguntas (como en aquellas resacosas conferencias de las antiguas universidades de verano en que el programa lo hacían los oyentes) sino que hay que venir de casa ya respondido, que para eso le pagan a uno y quizá por ello, como certificaba Schopenhauer, ser profesor y filósofo sean dos cosas incompatibles.


 Continuará



martes, 7 de abril de 2020

la espera

"Yo esperaba con tanta paciencia como solo se espera cuando la espera es por la espera misma y aquello que se espera es irrelevante" (Anna Seghers. Transit)

domingo, 15 de diciembre de 2019

la llamada de Camus






"Ese es el poder decisivo de una obra singular: una llamada a la acción. Y yo, una y otra vez, me lleno del orgullo desmedido de creer que puedo responder a esa llamada.

   Las palabras que tenía ante mí eran elegantes, despiadadas. Me vibraban las manos. Imbuida de confianza, sentí la urgencia de levantarme de un brinco, subir las escaleras, cerrar la pesada puerta que había sido de Camus, sentarme delante de mi propio taco de folios y empezar mi propio principio. Un acto de sacrilegio inocente [...]

Por qué escribo? Mi dedo, como un lápiz óptico, traza la pregunta en el aire vacío. Un acertijo familiar que me he planteado desde la juventud, algo que me privaba del juego, de los amigos y del valle del amor, presa de las palabras, siempre un poco desplazada.

   ¿Por qué escribimos? Irrumpe un coro.

   Porque no podemos limitarnos a vivir".

martes, 10 de diciembre de 2019

ingenio y finura





"Martín Gracia había renunciado a intentar publicar sus poemas, pero continuaba escribiendo con la misma tristeza con la que pare una gata vieja que sabe que sus cachorros, nada más nacer, van a ser sacrificados".

domingo, 8 de diciembre de 2019

la fuente digital de la eterna juventud

En el documental en que Marty Scorsese recuerda con sus cuates el rodaje de El irlandés llaman la atención dos cosas: el reconocimiento de que no hubiera podido hacer su película de tres horas y media sin Netflix y el cachondeo sin fin que se traen los otros con sus respectivos looks gracias al método de-aging. La cara de felicidad de David el Gnomo Scorsese es todo un poema.

Si comparamos con el pasado siglo parecería que este debería tener también sus apartados apocalípticos de fin de..., pero lo cierto es que sorprende a veteranos directores del celuloide ensalzar como una tabla de salvación las virtudes de lo digital. Lo veíamos en un post reciente con Herzog, me recuerda el entusiasmo de Antonioni en Room 666 sobre las posibilidades de las nuevas tecnologías que otros vaticinaban como enterradoras del cine. Ahora se oye más bien: el cine para las salas de cine ha muerto, viva el cine de y para las plataformas digitales.

Chambers ha puesto de relieve los problemas "filosóficos y éticos" que el de-aging conlleva. Y es que no solo permite a un mismo personaje tener la tersura de cutis de los elfos a través de las épocas en la película sino que ya está en marcha el proyecto para resucitar nada menos que a James Dean, el joven más joven de todos los tiempos. Lo veremos en Finding Jack.

Parece que los mencionados problemas se refieren al uso del método digital. En este caso una variante de los sermones antitecnológicos habituales de El País: quitaría empleos. Todo se quedaría en casa en vez de contratar a diferentes actores para las distintas fases de la vida de uno. Así en El Padrino. A la vista de los resultados en esta última no les falta razón.

Sin embargo y si vamos a entrar en esa vía profunda demos un paso más, pongámonos estupendos, es decir, ontológicos. Las imágenes de síntesis han obligado a replantear los problemas filosóficos de la temporalidad, de la secuencialidad de tiempos; también las tonterías que se han escrito y se siguen escribiendo acerca del arte, cine, fotografía..., como tiempo detenido. Las imágenes de síntesis crean nuevas realidades, no las reproducen, tienen su temporalidad propia y sí, también se quedan obsoletas, como los estiramientos digitales de Bob de Niro y su rigidez facial, consecuencias de una técnica todavía imperfecta.

Hablando de temporalidad y antes de que se me olvide: es una película excelente, de las de antes con nuevos medios. Dura tres horas y media. Para los jóvenes prostáticos que solo aguantan los tres cuartos de hora de las series hay una guía en la red que trocea su visionado en plan carnicero. No hagan caso y resistan con más birras a mano. Merece la pena.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Apocalipsis entre amigos



Hay películas de los sitios en que siempre pasa mucho donde nunca pasa nada. Algo oscuro emerge a la superficie hambriento de vida sembrando el caos y ya nada será igual, acabe como acabe. Lo familiar se vuelve inquietante y da la bienvenida lynchiana: un cartel que es una lápida.



Cada director tiene una biblioteca audiovisual de querencias  y llegado su momento la muestra. El resultado puede ser algo dramático al estilo Godard o este revoltijo de Jarmusch a medio camino entre un cuadro disparatado de El Bosco y la estética retro de El Hombre Lobo en American Graffiti:  es la visualización irónica, nostálgica, divertida, a ratos truculenta, hablando, callando, del fin apacible posmoderno de Kundera, del apocalipsis entre amigos, incluida la familia.

No es que esa generación haya crecido y haga su película, es que esta de ahora ha vuelto y vive ahí, en los intersticios del cine, las colecciones, las citas, los guiños de complicidad, los recuerdos, no los de entonces, sino los más fuertes, los de ahora. Por eso, nada de lo que sucede les sorprende, es extraordinario: ya lo han visto en las películas de Romero, leído en los cómics, oído en las canciones; conocen los remedios y saben que la situación al final no tiene remedio. Para qué desesperarse. No da para una temporada. Fans de The walking dead, abstenerse. Es otra cosa.

El lado oscuro de la fuerza se ha materializado en el llavero que lleva el oficial de policía. Son trekkies con móvil que, cuando resucitan, buscan desesperadamente la wifi perdida. Al fin y al cabo, se nos dice, los muertos solo desean lo que amaron en vida, ni siquiera es prioritario degustar los menudillos de los vivos, aunque también dan buena cuenta de ellos. Pero es un acto de amor.

La película parece construida en torno a una música, pero es algo más. Es un cine sonoro en el que los músicos actúan y los actores son músicos, son ellos mismos, incluido el director, que no se resiste brevemente a los encantos de la autoficción: el autor de The passenger no necesita apenas maquillaje para convencernos de que es un auténtico zombi esquelético con chaleco, recordando otros cafés de otra película; el duende de sonrisa pícara, compositor de Clossing time (a ratos me parece oírla como auténtica banda sonora de la película) es un ermitaño que no pierde ripio del sindiós que pasa alrededor mutada su ventanita en los cuadros flamencos por unos prismáticos.

Es una sorpresa que todavía haya este tipo de cine, no ya de tiempo de muertos sino de tiempos muertos, de charla indecisa, que se toma su tiempo, el suyo y el de los objetos, siempre tratados con respeto en las películas de Jarmusch, mientras los lugares se vacían de seres vivos y ellos se quedan solos, a su aire, con los muertos que los recuerdan y anhelan.