Sergio Martínez Luna es consciente del riesgo de
esencialismo al plantear al comienzo “en sentido fuerte la pregunta acerca de
qué es una imagen” (28) pero acaba esbozando una muy interesante “teoría
crítica” (230) llena de matizaciones. Estas vienen propiciadas por
el giro que observa de lo representativo a lo performativo (15) con la digitalización analizando minuciosamente en el libro sus consecuencias. Las imágenes digitales
“constituyen” (51)la realidad con lo que se borra la frontera entre
representación y realidad; no permiten identificar lo material con lo físico
como se daba a entender cuando se insistía en la desmaterialización de las mismas;
se diluye la diferencia entre imagen fija y en movimiento como ocurre en el
cine posnarrativo (21) que tan bien ha analizado
Horacio Muñoz Fernández; nos reafirman en que “la experiencia de la imagen es
corporal” (196), háptica. Este libro es muy consciente de la dificultad, por su
complejidad, de elaborar una estética de los imaginarios vigentes en la siempre
época de las nuevas tecnologías. Y es de obligada lectura para quien quiera
conocer los entresijos de esa transición en la que estamos. Su propia forma estilística,
escasa de punto y parte y llena de punto seguido, es un reflejo de ello.
Vuelvo al comienzo de estas entradas para pensar esa
transición en un diálogo entre dos comienzos de siglo: ya no se trata, como la
generación del 14, de preguntarse solo con conceptos por nuestro
ser-en-el-mundo sino de pensar nuestro estar en el mundo en imágenes. Las imágenes, en su pluralidad, son nuestra
forma de estar en el mundo. Ese pensar es una experiencia poliestética ya que
no existen imágenes visuales sino corporales y es un error que se arrastra
identificar lo icónico con lo visual, perdiendo, perdiéndonos en las otras
imágenes, sin saberlo, sin “gustarlas” (sapere).