lunes, 6 de agosto de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura.5.






“Ellos debían de conocer muy bien la soledad y la dulzura de la vida humana, ¿no crees?
Con "ellos" Reiko se refería, por supuesto, a John Lennon, Paul McCartney y George Harrison”. (Tokio Blues. Norwegian Wood).

Varios personajes son dobles generacionales de Murakami (nacido en 1949) y comparten un territorio de final de los años 60. Una generación de “libros y música” en busca de “lugares imaginarios” donde sentirse bien, como pueden ser la Biblioteca Conmemorativa Kômura o un bar de jazz al que acudir en tardes lluviosas, o después del trabajo anodino. Una generación, como pocas ha habido, del NO, de las revueltas, cuya canción, dice el personaje Murakami, se ha acabado, pero sigue la melodía, y esa es la que se oye una y otra vez en sus novelas.

Del NO queda una especie de extrañeza, un ver y ser visto, dentro de la normalidad, como un extraño. Pero es que, cita a Jim Morrison, “la gente es extraña cuando eres un extraño”. Y, sin embargo, de esa extranjería sale un fondo de amistad y de amor, de solidaridad, que raramente se encuentra en las novelas contemporáneas. Son incapaces de odiar, quizá porque se trata de personajes a los que les gusta su propia debilidad. De ahí su dulzura.


Desde fuera aparecen como “mediocres no realistas”. Y a ese diagnóstico se apuntan con entusiasmo, mirando hacia atrás a la vida pasada, juzgándola vacía, perdida, solitaria y llena de aburrimiento. Pero algo ocurrió en algún momento y que merece la pena recordar. Y así “cerré los ojos e intenté recordar el mayor número de cosas bellas perdidas. Intenté retenerlas en mi mano. Aunque sólo fuera un instante” (Sputnik, p. 243). Los ojos de la mente se llenan ahora de imágenes visuales de Esplendor en la hierba (Elia Kazan, 1961), evocando los conocidos versos de Wordsworth: “Aunque nada pueda devolverte aquel tiempo del esplendor en la hierba y la gloria de las flores, no debes dolerte por ello; en la belleza que quedó atrás tienes que encontrar toda la fuerza".

No nos dejemos engañar por las apariencias. Se trata de mediocres con principios. Algo difícil de entender, porque: “lo que yo intento decirle es que la mediocridad puede tener diversas formas” (La caza, p. 134). Son mediocres que tienen sueños, no sólo los de una vida mejor, sino los otros, esos que se cuelan en forma de obsesiones sin sentido, prefigurando un todo en medio de una nada, abriendo las puertas al destino y a la fatalidad. Y saben estar a la altura de esos sueños. Porque, cita Murakami a Yeats, “la responsabilidad empieza en los sueños”.

Es en esos sueños donde se encuentran con los otros personajes, los lectores, descendientes del Sputnik, “unos solitarios pedazos de metal en la negrura del espacio infinito que de repente se encontraban, se cruzaban y se separaban para siempre. Sin una palabra, sin una promesa” (Sputnik, 213). Y sin tragedias grandilocuentes de romanticismos trasnochados pues, al fin y al cabo, cada uno sólo es “como un Sputnik pequeñito que se hubiera extraviado” (Ib., p. 77).

sábado, 4 de agosto de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura. 4.


(Para Daniel, cumpleaños en Guatemala, en la mejor compañía).


La extranjería en las novelas de Murakami es de signo distinto a como parece indicar la palabra, pero puede verse como una inversión del “egregio extranjero” (entre la luz del día y de la noche) de Novalis. Es, más bien, la del solitario Lenz de Büchner. En La caza del carnero salvaje el yo queda emparedado entre el todo y la nada, en ese espacio intermedio que es el vacío. El reto de los diferentes protagonistas masculinos de las novelas es precisamente el cómo habitar ese vacío, porque se es vacío, no se está solamente vacío o en el vacío.

Lo bello se ha convertido en terrible, emergiendo en el lado oscuro de lo sublime. Para el personaje Kafka (cuervo) el bosque es una metáfora inquietante: el lugar de la revelación que acoge, pero que también puede destruir. Pero para el sin nombre que narra en primera persona en Sputnik, mi amor, la romántica luna es ya otra cosa, es la luna del romanticismo negro: “Alcé la vista hacia la cumbre. La luna me pareció asombrosamente cercana, feroz. Una salvaje bola de piedra con la piel carcomida por el violento paso del tiempo. Las siniestras sombras de formas diversas que flotaban en su superficie eran células cancerígenas ciegas alargando sus tentáculos hacia el calor de la vida. La luz de la luna distorsionaba todo sonido, borraba todo significado, extraviaba todo pensamiento. A Myû la había hecho presenciar su segundo yo. Se había llevado el gato de Sumire. La había hecho desaparecer a ella” [1].


La experiencia que aniquila a Myû es la visión obligada de su doble, de su Doppelgänger, precisa Murakami en alemán, para que no haya dudas sobre el antecedente romántico (Sputnik, p.195). Recuerda que, a veces, el segundo yo es un acompañante sorprendido como en Sopa de ganso de los hermanos Marx (La caza, p. 303). Pero en Sputnik es el yo incomunicado en dos orillas, que no se refleja en el espejo, haciendo de tabique impenetrable entre ambos.

Ese segundo yo, ese doble, es una presencia hecha de ausencias, que recuerda mucho al maravilloso texto El hombrecillo jorobado de Walter Benjamin. Otro Doppelgänger. Él es quien va fabricando ese yo secreto lleno de vacíos, de lo que desaparece, pero porque está en otra parte, donde se hace ese yo. Cuando él nos mira perdemos el tino, nos equivocamos, rompemos algo. Y cuando mira nuestras cosas, estas van desapareciendo. Los momentos de nuestra vida son fragmentos de imágenes escritas en el canto de un libro, cuyo sentido aparece al ser repasadas a toda velocidad, en un instante, cuando llega a su fin.

Como Benjamin, Marukami, afirma que no tenemos experiencias, sino que nos pasan casualidades. Y si, al final, Benjamin pide una oración por el hombrecillo jorobado, los personajes de Murakami no le guardan especial inquina al ser que les ha robado su primer yo. Hay, como dijera Nietzsche, un cierto amor fati, un amor a ese destino y fatalidad. Le he dado vueltas al tema, y quizá en el próximo y último post pueda aventurar una clave de esta aparente resignación, planteando de otra forma el tema del Doppelgänger.

Ahora, sólo me cabe concluir señalando que, así como Benjamin nos remite a la memoria involuntaria en Proust, Murakami se sirve de una melodía, un objeto, el anuncio de un periódico, para poner en marcha el mecanismo del recuerdo de unos años, del fragmento de una vida, con preferencia del paso de la adolescencia a la juventud. No busca continuidades, sino que es la memoria de la escisión del yo, con un final que no es una solución.

El viaje es a ninguna parte y la educación sentimental es en la tristeza y la soledad, más aún, en algo más valioso que todo, y de lo huye espantada la civilización occidental, en el aburrimiento, en la mediocridad. Es muy fácil ser mediocre para los demás, pero muy difícil para uno mismo. Si viéramos desde esta perspectiva la obra de Murakami, como un Bildungsroman, como una obra de formación/deformación, entonces yo me atrevería a titularla como el aprendizaje de la mediocridad. Como puede verse, un romanticismo a la altura de nuestro tiempo.

[1] Sputnik, mi amor. Trad., de Lourdes Porta y Junichi Mansura, Tusquets, Barcelona, 2006, p. 203-204. (En adelante, Sputnik).

viernes, 3 de agosto de 2007

La metamorfosis del yo.3. Soledad y dulzura



La palabra “metáfora” aparece una y otra vez en las novelas de Murakami y es la puerta de entrada y de salida de mundos, de lo real y lo ideal, de los muertos y de los vivos, de la metamorfosis de una piel a otra del yo. Tiene un referente concreto que nos lleva a un contexto más amplio.

En Kafka en la orilla encontramos la cita de Goethe: “Todas las cosas de este mundo son una metáfora”[1]. Es una de las mejores expresiones del primer romanticismo alemán. Porque subyace a concepciones como el “realismo mágico” de Novalis que, a su vez, tienen mucho que ver con el romanticismo animista de Murakami. Pero estas “afinidades electivas” no esconden las diferencias irreductibles entre los dos romanticismos,. Y no es la menor de ellas el diferente significado de aquello a lo que apunta la potentísima metáfora de la "flor azul". Lo que en Novalis es un romanticismo de la noche en Murakami es un romanticismo negro. Tienen en común que en ambos se trata de la luz de la oscuridad, fuente de vida y de muerte.

A modo de ejemplo, y como guía, he elegido un texto relativo a los que podríamos llamar como “los santos inocentes”, que también los hay en las novelas de Murakami, y que son los auténticos mediadores en ese espacio del ENTRE que es la existencia metafórica. Se trata del personaje de Nakata en Kafka en la orilla.


“Nakata relajó todos los músculos, apagó el interruptor de su mente y entró en una especie de estado de conexión panorámica. Para él, aquello era algo normal desde su infancia, una práctica cotidiana que realizaba sin darse cuenta apenas. Poco después estaba errando ya como una mariposa por las lindes del ámbito de la conciencia. Más allá se extendía un negro abismo. A veces trascendía la frontera y flotaba por encima de ese abismo, negro y vertiginoso. Pero Nakata no temía ni la profundidad ni la negrura de éste. ¿Por qué había de temerlas? Aquel mundo oscuro sin fondo, aquel silencio opresivo, aquel caos, eran sus queridos amigos de siempre, ya habían pasado a formar parte de él. Y eso Nakata lo sabía muy bien. En ese mundo no existen las letras, ni existen los días de la semana, ni existe el temible señor gobernador, ni existe la ópera, ni existen los BMW. Tampoco existen las tijeras, ni los sombreros de copa. Pero, por otro lado, tampoco existe la anguila, y tampoco existen los bollos. Allí está todo. Pero no hay partes. Y como no hay partes no hay ninguna necesidad de reemplazar una cosa por otra. Tampoco es preciso quitar o añadir nada. Basta con que el cuerpo se sumerja en el todo. Sin necesidad de razonamientos complicados. Y para Nakata no podía haber nada mejor” (Kafka, p.113).


Hay puertas para la inmersión en el todo como, por ejemplo, los nombres: “el pájaro-que-da-cuerda-al mundo”. Y también objetos que funcionan como metáforas. Aunque parezca arriesgado, cabe suponer que la doble faz de la “flor azul” de Novalis se muestra en la imagen del “carnero salvaje” de Murakami. En el lomo tiene un lunar en forma de estrella que le muestra como único. Se aparece obsesivamente en sueños, y quien lo elige es porque es elegido, quien le busca, en realidad, es buscado. Es la encarnación de la vida, del poder, de la destrucción. La breve posesión de la plenitud conduce a la muerte.


“No se puede explicar con palabras. Es justamente como un crisol que se lo tragara todo. Tan hermoso, que te hace perder el sentido, pero al mismo tiempo lleno de la más horrible maldad. Si te hundes en su seno, todo se extingue: la conciencia, el juicio, los sentimientos, las penalidades…Todo se extingue. Es algo remotamente comparable a la energía con que se debió de manifestar en algún punto del universo la fuente de la que procede la vida” [2].


Es otro yo, ese fundamento oscuro, hambriento de existencia, que Schelling intuyó en las visiones de Jacob Böhme. De una forma u otra los personajes de Murakami entran en contacto con él. Unos acaban destruidos, otros experimentan una suerte de escisión, origen de una extranjería más radical que la propia existencia.

[1] Kafka en la orilla. Trad., Lourdes Porta. Tusquets, 2006, p. 139. (En adelante, Kafka).
[2] La caza del carnero salvaje. Anagrama, Barcelona, 2006, p. 313. (En adelante, La caza).

miércoles, 1 de agosto de 2007

Metáforas digitales

“Entonces entendí la verdadera envergadura de esa nueva y radical lucha de generaciones que está ocurriendo en las aulas, hogares, aceras de la modernidad, tarimas y columnas. El problema, y no sólo el pedagógico, es sencillamente el profundo duelo generacional entre esos nativos digitales que vinieron al mundo con los bits bien puestos y esos inmigrantes digitales que intentamos reciclarnos para los usos y costumbres de la nueva galaxia. Lo extraño es que a los inmigrantes, de vieja o corta historia, nos toque el suicida papel pedagógico de intentar convencer en sus propios territorios a los nativos. Es como si a los misioneros del XVII les exigieran sus superiores, en un ataque de multiculturalismo, predicar a los nativos las bondades de sus ritos indígenas o la superioridad estética de las imágenes aztecas respecto a aquella imaginería barroca de importación evangelizadora.
Y cuando por fin entendí la diferencia de base, o de clase, entre nativos e inmigrantes digitales, algo en lo que nunca había pensado, sólo pude murmurar a modo de fuga con el rabo digital entre las piernas: “Es que sólo soy un inmigrante, perdonen ustedes”. (Juan Cueto. “Esos nativos digitales”. El País semanal. 24 de junio de 2007, p.10)

Al parecer, y para acabar de hundirle en la miseria, también le dijeron los alumnos al profesor de marras amigo de Juan Cueto: “¿Para qué sirve un profesor en la era de Internet?”. Al leer esto, y por deformación profesional, me viene a la mente el verso de Hölderlin que gustaba citar el Señor Oscuro de la Selva Negra: “¿Para qué poetas en tiempo indigente?”. Pero no es relevante, sino sólo para contribuir modestamente a la ceremonia de la confusión. Ante tales despropósitos no me extraña que acaben con ese rabo digital entre las piernas. ¿Será el tercer miembro del transhumanista Stellarc? ¿O una de las prótesis y extensiones que salen de tanto leer a McLuhan?.

El texto de Juan Cueto es uno de los más lamentables que leído sobre educación y nuevas tecnologías. Encarna el estilo de una ética y estética edificantes de muchos predicadores digitales (sic): cercanos, comprensivos, colegas, enrollados, es decir, un asco. Porque no se trata de eso. Y aquí la terminología de Prensky utilizada, (nativos, inmigrantes digitales) más que de servir de ayuda, dificulta la comprensión del tema. No hay una lucha generacional (como también afirma Castells) sino una convivencia generacional en torno a las NT. Aunque sólo sea por motivos económicos, de capacidad económica de usuarios. Y téngase en cuenta que si tiene algún sentido la boutade de Bauman, esa de que vivimos una vida líquida, es que vivimos pendientes de nuestra liquidez…monetaria.

Además, el papel que juegan las tecnologías en la educación no se solapa con el problema de la educación en las tecnologías, que deben formar parte de una innovación de los contenidos en la educación que ahora brilla por su ausencia, de modo que las NT acaban convirtiéndose, a su pesar, en una coartada de la vieja educación. El desastre educativo en el mundo real no se soluciona en el virtual. La carcundia tiene un efecto multiplicador con las NT. La misión de los profesores no es, a diferencia de lo que apunta Juan Cueto, enseñar a manejar aparatos, sino a qué hacer con los aparatos que se manejan. Ahí está el problema.


En este momento conviven un lenguaje literario, icónico y técnico sobre las tecnologías. En el primero se construyen imaginarios. En el segundo se describen productos. Decía Ortega que o se hace literatura o se hace ciencia o uno se calla. Me pregunto si esto vale respecto al lenguaje de las nuevas tecnologías que actualmente se utiliza. Estas son nuevas siempre por definición, sólo que más o menos nuevas respecto a otra anterior, y no hay retroceso. Pero esto sí ocurre con el lenguaje. El lenguaje de las nuevas tecnologías es viejo en su dimensión social, aunque no obsoleto, ya que se sigue utilizando. Es un lenguaje de ciencia ficción, más que de ciencia especulación. En ese sentido las NT han avanzado desde los años 90 del siglo pasado, pero su lenguaje se ha quedado estancado, lo que es una contradicción. Y esto se pone de manifiesto en sus metáforas, especialmente aquellas que llevan el apelativo de “digital”, así “revolución digital”, “nómadas digitales”, “nativos digitales”, “inmigrantes digitales”, “ciudadanía digital”….la lista puede ser muy extensa. Y no me olvido de la famosa “brecha digital”.

Las metáforas consisten en la fusión de dos elementos conocidos que da lugar a un tercero menos conocido. Ese tercer elemento es como si fuera uno de ellos, pero no lo es, nadie lo confunde. Así “el fuego de tus ojos”, que lleva a que algunos/as se derritan sentimentalmente en la contemplación del ser amado, pero sin correr peligro físico alguno, de momento. Se destaca la intensidad, el magnetismo de una mirada, y ese tercer objeto, virtual, no tiene vida propia independiente sino un valor sentimental. Con frecuencia las metáforas son fruto de una proyección del narciso sentimental, emocionado de estar emocionado. No amplían entonces el conocimiento, sino que lo sustituyen en la apelación al sentimiento. Por eso son un elemento inestimable de marketing: mi vida por una buena metáfora. ¿Quién renuncia a ponerse "estupendo" tocando con la varita mágica de lo "digital" una palabra sencilla, pero clarificadora? En la existencia se utilizan numerosas metáforas, el problema tiene lugar cuando la existencia misma se convierte a través de ellas en una metáfora más. Estamos ante la existencia metafórica y la vida se transforma en un avatar.

Por ejemplo, si se trata de la “revolución digital”, muchos reverdecen ajados laureles de mayo del 68, de la revolución perdida en las calles, pero ganada en los ordenadores, sin el freno del estado policial, y un palo en las costillas. Mucho menos peligrosa que la real, ya que se trata, como decía Rosseto, el fundador de Wired, de “mentes conectadas a mentes”. Los “nómadas digitales” rememoran en el ordenador al camello y en los puntos de conexión, los pozos del desierto, y comparan el sudoroso trajinar por estos espacios, con el ajetreo por los aeropuertos, y los escasos enseres con la tarjeta de crédito. Sueños de domingueros. Los “nativos digitales” descubren que no han nacido del vientre de su madre, sino del de “matrix”. De ahí las alabanzas que reciben por su pericia en el manejo de las NT, lástima que no sean los primeros destinatarios de ellas, por su bajo poder adquisitivo. En cuanto a los “inmigrantes digitales”, ellos pueden dirigirse con la cabeza bien alta y el corazón compasivo a los semimuertos que llegan en las pateras, o a los explotados en los trabajos que nadie quiere, diciéndoles: te comprendo, yo soy como tú, un inmigrante.

Y qué decir de la “ciudadanía digital”, el hueso moderno que los poderes públicos echan de vez en cuando a los sufridos ciudadanos para compensar la pérdida de poder político y el desencanto por los partidos existentes. Efectivamente, no hay nada más revolucionario que convertir a un ciudadano en un avatar. Tampoco existe la “brecha digital”, la del ciberespacio, sino la brecha social de los más desfavorecidos que no tienen acceso a bienes, entre ellos las NT. La eliminación de esa brecha es una tarea social, no virtual.


Se me dirá: tampoco es para ponerse así, es una forma de hablar, que sirve para entendernos. No, sirve para confundirnos. ¿En todos los casos en que se usan metáforas en las NT? Obviamente no. Sólo en aquellos en los que lo “digital” es un sustituto de lo real, un simulacro que enmascara en la confusión con lo real su verdadera ausencia. Y esto es especialmente grave cuando lo que se pretende no es el vivir una existencia metafórica y virtual, sino real, que integra a la anterior. Fundir dos cosas no significa confundirlas. Y el proyecto de una ciudadanía que opere con las nuevas tecnologías debería ser especialmente sensible a ello.

domingo, 29 de julio de 2007

El idilio de la denuncia del idilio.1.¿Más de lo mismo?



El idilio es la utopía de la perfección, de la reconciliación en una belleza que se encarna en un futuro pasado. Es el resultado de una ficción en la que cada elemento se transforma en su contrario, así la escisión en armonía, y la carencia en plenitud, la naturaleza inhóspita en jardín placentero. La literatura y el arte se han ocupado del hogar por excelencia del idilio, de esa Arcadia feliz, en sus múltiples versiones. De los griegos a los románticos, nadie se engañó sobre su carácter utópico y ucrónico. Pero significaba un no lugar en el que alojar el deseo de una vida mejor, en paz consigo mismo, la naturaleza y los semejantes.


De la conciencia de su imaginario surgió también pronto la necesidad de mostrar el fondo del que surgía, y así el et in Arcadia ego de la muerte en Poussin, el et in Utah ego de los vertederos de Smithson hasta llegar al terror nazi del Apolo terrorista de Hamilton. Kant no se andaba por las ramas y fundaba en la insociable sociabilidad de los seres humanos, en su envidia, violencia y muerte, el torcido camino con que la Naturaleza escribía el progreso lineal del género humano. De lo contrario, concluía, no saldríamos del estadio de una Arcadia feliz, sí, pero atrasada. Y de modo parecido razonaba el cínico Harry Lime en El tercer hombre comparando la maravilla de la producción artística en las violentas ciudades italianas del Renacimiento con el modesto reloj de cuco de las pacíficas comunidades suizas. Todo esto es sabido y en otras ocasiones me he ocupado de ello.


La postura de Kant me pareció, en su momento, un oportunismo más de tantos otros que jalonan su ética, llena de excepciones en ese rigorismo de obrar por deber. Sin embargo, la cínica e ingeniosa observación de Welles no ha dejado de rondar por mi cabeza, hasta que me ha dado la clave de la anterior paradoja. Aunque parezca mentira, Kant no hablaba en términos éticos sino estéticos. Y su postura me ha aclarado en parte el enigma del idilio en la tradición occidental: que la distopía es el camino para la realización de la utopía, la violencia el único medio de la erradicación de la violencia. El resultado: una Arcadia feliz, y con progreso. Nadie la ve por ninguna parte, pero está en el arte, en ese arte desencantado y “ya-no-bello”.

La denuncia del idilio no revela así la imposibilidad del idilio, sino todo lo contrario, que hoy es más posible que nunca. El idilio era la utopía de la perfección y su denuncia es la distopía de su imperfección. La visión última del idilio perfecto se transforma en la distopía del idilio imperfecto. Es la imposibilidad de los futuros pasados. Aparentemente. Porque ahora se está, más bien, en el idilio de las distopías como denuncia de las utopías. Por lo que cada propuesta, lejos de conmover, suscita la pregunta: ¿más de lo mismo?.


Uno de los motivos recurrentes suele ser el tratamiento de lo inhóspito (das Unheimliche) en obvia referencia a Freud. En este post me voy a referir a una de sus formas, lo misterioso e inquietante, tomando como pie las fotografías de Crewdson, mientras que en los próximos, y a partir de un diálogo de imágenes, examinaré su deriva hacia la violencia, conjurada con más violencia. Como en American Psycho.


En las vanguardias el descubrimiento de la “otra parte” (Kubin) provocó un terremoto. En las fotografías de Gregory Crewdson una perplejidad amable. La emergencia de lo inhóspito que antes llevaba al desfondamiento existencial es aquí objeto de una contemplación ensimismada. Pero no sólo por parte de los espectadores de las fotografías, sino de sus personajes mismos, con frecuencia estáticos. El resultado es fruto de un montaje que toma los caracteres del posado manierista. Crewdson fabrica simulacros para hurgar en lo que hay debajo de ellos: el vacío.

viernes, 27 de julio de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura 2.



La vida es una muda vacía que no alberga un yo. La tradición platónica occidental lo concibe como algo sólido, como un núcleo, en torno al que se vertebran los diferentes miembros que actúan así de manera coordinada con una cierta armonía. Pero el yo es en Murakami algo provisional, lo que se abandona en los cambios. Es el espacio del ENTRE tiempos y espacios, quizá una de las visiones más certeras de la condición humana. Es la piel de un nombre que recubre un vacío alojado en la nada. Es el dolor de un signo, a veces, ni siquiera eso.

Las diferentes novelas de Murakami resultan de la suma considerable de pequeños relatos entrecruzados por esos sucesivos yoes. Todo está animado pero todo depende del destino. Ése es el misterio: que la fatalidad sea tan leve en sus manifestaciones que impida reconocerla. Al fin y al cabo, decía Kundera, la vida no es, como se nos dijo, un producto de la causalidad (trabaja, hijo, y llegarás a ser alguien) sino de la casualidad, de un conjunto de casualidades mal vistas y peor aprovechadas. La fatalidad aparece en la vida corriente sin ser vista más que como azar, hasta que emerge como nada que ahoga en el vacío del yo.

Para los amantes de etiquetas se podría decir que estamos ante una posmodernidad oriental, lo que es ya una cierta redundancia. Siendo un poco más serios, es decir, tomándonos las cosas en serie, habría que recordar que ya para Hume (un moderno) el yo, eso que llaman por mi nombre, no es algo sólido sino un haz de percepciones cambiantes que actúan unidas en el teatro de la costumbre. Cada una de ellas es un simulacro al que se le ha transferido la conciencia, y si es así, puede haber una rebelión de los simulacros que reivindican ser el auténtico yo. Como en la película Nivel 13 (Rusnack 1999) , una de cuyas imágenes más emotivas es la el simulacro abrazando con ternura al ordenador, a la matrix, donde fue concebido.



Aunque, para simulacros como los que hicieron las delicias de Baudrillard, nada como el “sujeto trascendental” kantiano, al que Kant califica como una “X”, para entendernos en España, un “mister X”, (una incógnita judicial no resuelta) del que nada sabemos, pero mucho sospechamos, y sin el que, prosigue Kant, no podríamos decir que los pensamientos y las acciones son “mías”, que tienen un autor. Tema (no el de “míster X”) que explicitaré en un próximo libro, uno de cuyos capítulos está dedicado al making of de la dialéctica trascendental kantiana. Es la matrix de todas las matrix.


Volvamos a Kundera, a su tesis de que la vida siempre está en otra parte. Para Murakami ese yo provisional siempre ha sido hecho en otra parte: “Pensé que quizá May Kasahara tuviera razón. El hombre que era yo, a fin de cuentas, había sido hecho en alguna otra parte. Y todo venía de otra parte y luego volvía a irse a otra parte. Yo no soy más que un simple camino por donde pasa el hombre que yo soy” (Crónica, p. 274-5). Difícilmente se puede encontrar un texto que nos dé mejor una de las claves de las novelas de Murakami: son la narrativa de una educación sentimental. Son novelas de formación y de deformación, como lo eran en su tiempo las románticas todavía no jibarizadas por la actual hermenéutica del romanticismo de Jena.

No se trata del yo que anda por los caminos sino del yo como camino del yo. Esto es puro romanticismo, ya que el romántico en realidad no sale fuera, sino que como dice Novalis, es hacia dentro donde conduce ese camino misterioso del yo. La variante de Murakami es que el yo es siempre provisional, hasta que llega el yo definitivo. Pero no se vea en esto la mano de las teorías edificantes sobre la finitud humana. No es un yo quijotesco al estilo de Fichte o del ornitorrinco de Unamuno, según Ortega, sino un yo manipulado, es decir, hecho a mano, reblandecido al pasar de unas manos a otras. Lo que una de las mujeres más fascinantes, el personaje de Creta Kanoo, caracteriza como una prostitución del cuerpo y de la mente. Es a partir de ahí, de la experiencia del dolor, cuando surge el “tercer yo”, el definitivo: “Y comprendí que me había convertido en otra persona. Es decir, que aquél era mi tercer yo” (Crónica, p. 315).


Estamos ante una existencia metafórica. Y es preciso que ahora entre en juego el elemento que posibilita esas metamorfosis del yo, lo que hace, como citaba al comienzo, que leer las obras de Marukami sea como colgar un cuadro surrealista. Son las metáforas.

jueves, 26 de julio de 2007

Invertebradas





No son nuevos en su trayectoria algunos motivos que encontramos en esta exposición, como la presencia de ojos y piernas femeninas, ya tratados en dibujos y esculturas. Pero sí la propuesta, la forma expositiva, más simple y desnuda ahora, más colorista y abrigada antes.

Conviene advertirlo, ya que al asombro de quien ha seguido su trayectoria, puede sumarse ahora la perplejidad del espectador que no sabe dónde detener la mirada, ante la ausencia de marcos, carencia de símbolos, y nula oferta de mensaje trascendente. Apenas unas series de papel colgadas en la pared, invertebradas Y es que sólo hay arte.

Un arte en el aire, como pregunta sucesiva, acumulación de dudas, en forma de proyecto itinerante. Hecho con materiales humildes, en su mayoría papel, que no se protege de la acción externa, sino que la recoge y la mantiene. Manchas, pisadas, huellas, restos de otros papeles, forman parte de una obra expuesta al tiempo y a los disturbios de lo cotidiano.

Y junto a ello el dibujo fino a lápiz que nos obliga a una doble perspectiva: la de integrar en la distancia del espectador la cercanía de la artista. Los espacios vacíos invitan a separar la mirada, para no perderse y apreciar mejor el conjunto. Pero el cuidado de la composición, la firmeza en el trazo, el recogimiento de lo pequeño, su fuerza acumulativa, captan la atención e impiden la mirada fugaz.

Es ya relativamente habitual la presencia del cuerpo femenino en el arte contemporáneo. Lo novedoso aquí es que no se trata del cuerpo como tal, sino de acumulaciones de partes en sucesiva metamorfosis, desprovista de intencionalidad, y atenta sólo a los resultados transitorios.

No necesariamente transitivos, pues los fragmentos se entrecruzan, interfieren en las imágenes de una vida invertebrada, que va sumando tiempos, ajustando partes, sin que se advierta desde la suma una identidad con rostro. Son ojos que ven mucho, y que no ven nada; se ciegan en una múltiple burbuja que anega todo. De la acumulación sale algo no previsto, que anima una trayectoria, un proyecto exploratorio a seguir indefinidamente.

Los fragmentos de cuerpo configuran un retorno a lo más elemental de la vida en que predomina lo irracional y lo azaroso, sin que por ello sea un caos. Al contrario, puede cristalizar en flores invertebradas, que esconden en su geometría un misterio romántico rodeado de suciedad indefinida. Capaces de flotar en entornos no bellos como estrellas de mar fijadas en el papel pintado de paredes en las que el tiempo se ha detenido, cerrado sobre sí mismo.

Hay en esta última propuesta de Carmen una extraña melancolía. Las diferentes series son escenas de una mutación, de la mutación de lo inadaptado, que huye en estampida, naufragando a veces. Los pies no tocan suelo. Pero, lejos de sugerir la tragedia, trasladan al espectador una sensación de alivio, de que hay defensa en ese movimiento que no atrapa la totalidad envolvente.


(Texto de de José Luis Molinuevo para el catálogo de la exposición de Carmen González, Invertebradas, que tuvo lugar del 16 de marzo al 16 de abril en el Espacio Permanente de Arte Experimental II de la Hospedería Fonseca, Salamanca)


































jueves, 19 de julio de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura.1.















Al leer las novelas de Murakami se tiene “…la sensación de colgar un audaz cuadro surrealista en una pared inmaculada”[1]. Repiten un esquema parecido: el peregrinaje circular en torno al agujero negro del destino de un doble hambriento de yo.
Un personaje masculino joven, casi idéntico en todas y con diferentes nombres en cada entrega, corriente pero distinto a los demás, de apariencia inocente pero próximo a la tragedia, es víctima del destino, de una fatalidad. Esta tiene rostro y nombre de mujer y es fatal, sí, pero en el sentido de que también se ceba en ella el destino arrebatándola siempre la inocencia y a veces la vida.
El destino se cumple pero no se cierra, ya que es un enigma sin resolver. En ese sentido, y a diferencia de la tradición clásica, camina un tanto despegado de la vida de sus personajes. Cuando se vuelve la última página, ella ha desaparecido, pero él sigue siendo un interrogante que no ha hecho sino empezar. Es como una mano tentativa que nos obliga a desandar el camino, a abrir las hojas ya cerradas. Esto causa un cierto desasosiego en el lector, pues ella arrastra el ser como es sin la posibilidad de cambiarlo, mientras que a él parece ofrecerse una cierta oportunidad.
La atracción que él experimenta por ella, la compasión por sus desgracias cuya causa ignora, la capacidad de sacrificio en el amar sin poder entender, que condena a relaciones intermitentes, todo ello desemboca en unas conductas delicadas y en unos diálogos llenos de ternura, en los que apenas aflora algún reproche, aunque estén siempre coloreados de nostalgia por el tiempo perdido. Al final, el amor no se consuma porque el destino no permite intercambiar dos soledades
[2]. Como las de los personajes de la bellísima Deseando amar (Wong Kar-Wai, 2000).
O, más bien, es porque ella, en un acto supremo de generosidad, no quiere arrastrarle a su enigmática enfermedad de ser. Por lo que el otro debe girar en torno al agujero negro de su mejor yo esquivo en manifestarse. Es un juego de dobles: él se siente inquieto, porque está vacío de su auténtico yo que no sabe cuál es, y ella, su mejor yo, no puede reflejarse en él.
[1] Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Tusquets, Barcelona, 2006, p. 320. (En adelante, Crónica)
[2] La canción favorita de Hajime es Star-Crossed Lovers. De Ellington y Strayhorn, 1957. “Habla de unos amantes que nacieron bajo el signo de la fatalidad. Amantes desdichados. Eso es lo que significa en inglés […] –Amantes que nacieron bajo el signo de la fatalidad –repitió Shimamoto-. Parece compuesto expresamente para nosotros dos, ¿no?”. Al sur de la frontera, al oeste del sol. Tusquets, Barcelona, 2007, p. 210. (En adelante, Al Sur)