El idilio es la utopía de la perfección, de la reconciliación en una belleza que se encarna en un futuro pasado. Es el resultado de una ficción en la que cada elemento se transforma en su contrario, así la escisión en armonía, y la carencia en plenitud, la naturaleza inhóspita en jardín placentero. La literatura y el arte se han ocupado del hogar por excelencia del idilio, de esa Arcadia feliz, en sus múltiples versiones. De los griegos a los románticos, nadie se engañó sobre su carácter utópico y ucrónico. Pero significaba un no lugar en el que alojar el deseo de una vida mejor, en paz consigo mismo, la naturaleza y los semejantes.
De la conciencia de su imaginario surgió también pronto la necesidad de mostrar el fondo del que surgía, y así el et in Arcadia ego de la muerte en Poussin, el et in Utah ego de los vertederos de Smithson hasta llegar al terror nazi del Apolo terrorista de Hamilton. Kant no se andaba por las ramas y fundaba en la insociable sociabilidad de los seres humanos, en su envidia, violencia y muerte, el torcido camino con que la Naturaleza escribía el progreso lineal del género humano. De lo contrario, concluía, no saldríamos del estadio de una Arcadia feliz, sí, pero atrasada. Y de modo parecido razonaba el cínico Harry Lime en El tercer hombre comparando la maravilla de la producción artística en las violentas ciudades italianas del Renacimiento con el modesto reloj de cuco de las pacíficas comunidades suizas. Todo esto es sabido y en otras ocasiones me he ocupado de ello.
La postura de Kant me pareció, en su momento, un oportunismo más de tantos otros que jalonan su ética, llena de excepciones en ese rigorismo de obrar por deber. Sin embargo, la cínica e ingeniosa observación de Welles no ha dejado de rondar por mi cabeza, hasta que me ha dado la clave de la anterior paradoja. Aunque parezca mentira, Kant no hablaba en términos éticos sino estéticos. Y su postura me ha aclarado en parte el enigma del idilio en la tradición occidental: que la distopía es el camino para la realización de la utopía, la violencia el único medio de la erradicación de la violencia. El resultado: una Arcadia feliz, y con progreso. Nadie la ve por ninguna parte, pero está en el arte, en ese arte desencantado y “ya-no-bello”.
La denuncia del idilio no revela así la imposibilidad del idilio, sino todo lo contrario, que hoy es más posible que nunca. El idilio era la utopía de la perfección y su denuncia es la distopía de su imperfección. La visión última del idilio perfecto se transforma en la distopía del idilio imperfecto. Es la imposibilidad de los futuros pasados. Aparentemente. Porque ahora se está, más bien, en el idilio de las distopías como denuncia de las utopías. Por lo que cada propuesta, lejos de conmover, suscita la pregunta: ¿más de lo mismo?.
Uno de los motivos recurrentes suele ser el tratamiento de lo inhóspito (das Unheimliche) en obvia referencia a Freud. En este post me voy a referir a una de sus formas, lo misterioso e inquietante, tomando como pie las fotografías de Crewdson, mientras que en los próximos, y a partir de un diálogo de imágenes, examinaré su deriva hacia la violencia, conjurada con más violencia. Como en American Psycho.
En las vanguardias el descubrimiento de la “otra parte” (Kubin) provocó un terremoto. En las fotografías de Gregory Crewdson una perplejidad amable. La emergencia de lo inhóspito que antes llevaba al desfondamiento existencial es aquí objeto de una contemplación ensimismada. Pero no sólo por parte de los espectadores de las fotografías, sino de sus personajes mismos, con frecuencia estáticos. El resultado es fruto de un montaje que toma los caracteres del posado manierista. Crewdson fabrica simulacros para hurgar en lo que hay debajo de ellos: el vacío.