"Filósofo", toro bravo de casta, y bravo toro en el ruedo, pero, finalmente, muerto.
Bibliografía recomendada: "El final de la filosofía y la tarea del pensar". Martin Heidegger.
"Filósofo", toro bravo de casta, y bravo toro en el ruedo, pero, finalmente, muerto.
Bibliografía recomendada: "El final de la filosofía y la tarea del pensar". Martin Heidegger.
Transatlantic es una serie británica ambientada en la Marsella
de la ocupación alemana. Un puerto en el que se agolpan multitud de refugiados que
huyen del nazismo solicitando una visa, esperando un barco. Se oyen diálogos en
francés, inglés y alemán. Hay la
oportunidad de ver reunidos a los maestros del surrealismo como Ernst y Breton,
a pintores como Chagall y a intelectuales como Walter Benjamin más una breve
aparición de Hannah Arendt. También cuenta con un elenco de actores famosos
presentes en películas y series de televisión. Éxito asegurado, con el recordatorio
oportuno de una dosis de buena conciencia, reforzada por la leyenda “informativa”
del último capítulo, inoculada antes de los créditos finales. No hacía falta. En
ese sentido, el contraste con Tránsito de Petzold es llamativo.
Hay un momento en que
alguno de los actores devora al personaje por superposición de los papeles.
Moritz Bleibtreu ha estado presente en varias
de esas películas en las que las nuevas generaciones del cine alemán revisan su
pasado más conflictivo. En el recuerdo están las críticas a Bruno Ganz por su (excesivo)
buen papel de Hitler en El Hundimiento,él, un actor de izquierdas. Aquí Bleibtreu intrepreta de manera convicente
a un Walter Benjamin desacralizado en el que sus citas más icónicas aparecen
como intempestivas, más propias de un blockbuster. Pero en la retina se superpone
la imagen de un Bleibtreu encarnando a un Göbbels más histriónico que nunca en Der
jude süss. Ein film ohne gewissen. Una interpretación que le valió numerosas
críticas. En el documental Shadowing the Third Man se puede disfrutar de
la interpretación de su lejana pariente Hedwig Bleibtreu en el entrañable papel de
casera cascarrabias de Alida Valli. No hay que olvidar la desmitificadora
interpretación en Bye, Bye Germany de Bleibtreu como judío superviviente
de campos de concentración utilizando métodos nada ortodoxos para los vencedores,
ahora comisarios políticos.
Con frecuencia uno se
pregunta: ¿se pueden hacer productos audiovisuales dignos sobre temas sociales
y políticos que no resulten un tostón?, ¿sobre temas relacionados con la mujer sin que
caigan en el kitsch y rezumen la pornografía
emocional de los sentimientos edificantes?. Da la impresión de que se han
confundido de medio y que lo que puede estar bien para un mitin arruina una
obra fílmica. ¿Qué es lo que falta en ambos casos?: responsabilidad icónica o
lo que es equivalente, respeto. ¿Qué es lo que se pierde? Lo que el director Wang
Bing denominaba la esencia de un tipo de cine comprometido: la verdad
emocional.
Me ha interesado mucho de
la obra de Lur Olaizola quizá lo que menos se subraya: no tanto lo que hace, sino el modo de hacer los cortos. No la narración, sino el diálogo icónico entre
palabra e imagen, el justo equilibrio. De los tres realizados hasta ahora menciono
solo el primero, Xulia, 2019. No va de las palabras a las imágenes, como
ilustración suya, como ejemplo para narrar algo ejemplar, sino de las imágenes
a las palabras. Y no se queda ahí. Los ingredientes clásicos ya han sido destacados por ella misma: viaje, memoria, sida. El riesgo
del tópico acecha también. Sin embargo, y es lo más valioso a mi juicio, el viaje narrativo queda entre-cortado. La voz
en off calla en el repaso de las fotografías, se queda muda cuando la cámara
sigue respetuosa el deambular en un vacío de pasado del que solo se oye el
viento y las pisadas. El paisaje acaba envolviendo con la tierna indiferencia
de la naturaleza hasta crear la muralla estilizada de los árboles, a ratos la
cámara se para, respetando lo que no se dice, y solo ella piensa, la deja sola,
de espaldas en lo alto de la colina. Son imágenes a la espera.
Pero el viaje de ida acaba
siendo a ninguna parte y la memoria se entrecorta en un sollozo rememorando la fecha
fatídica. Entre el primer plano del ama de casa con gafas leyendo unas memorias
y el rostro de Xulia cuarteado por la droga y el sufrimiento que se muestra al final hay un abismo de tiempo, de vida al revés. Las imágenes han ido a las
palabras para llegar al silencio. Son esos increíbles minutos últimos de
silencio de Xulia, en planos medios frontales, mirando a todas partes, a ninguna en concreto,
recalando en la cámara, echando el humo del cigarrillo hacia al espectador, retándolo,
qué miras, parece decir, no te voy a contar de mi vida lo que sigue, ya te gustaría. Esto no va de narcisos sentimentales. Mirones abstenerse, almas bellas también.
Junto a la mirada de los niños, el otro
elemento diferenciador es la familia. Inolvidable la escena en que la ponen la
inyección a Quimet en la cama, rodeado, literalmente, por toda la familia,
grandes y chicos, a medio camino entre el apoyo y el disfrute del espectáculo. O la escena
doméstica de masajes en el barreño con acompañamiento de Mari Trini. Son rasgos
costumbristas, más propios de Sorolla, que los raciales de Solana en As
bestas. La mirada del abuelo, siempre pendiente de los nietos, cogiendo
higos de la higuera para quien les va a quitar las tierras. Es una mirada que
despierta ternura por su impotencia ante el cómo se hacían las cosas antes y
ahora. Planos finales en que se oye un
ruido ominoso, ellos ven, al principio el espectador no. Impresiona más la
estática de toda la familia mirando lo inevitable, sin regodeo dramático de la
cámara, que la protesta social, más desahogo que reclamo esperanzado: ¡queremos
precios justos!.
Hay dos imágenes que se solapan en As
bestas y son las iniciales de los dos mozos entrelazados con la cabeza del
caballo para derribarle y los dos hermanos entrelazados con Antoine para
matarle. Con estas dos imágenes se expresa sin palabras el planteamiento y
desenlace de la película: la fuerza de lo elemental, del monte, la dureza
desprovista en este caso de folclore y celebración. La tragedia se gesta no
tanto en la observación de los paisajes, que los hay, de los montes, como en el
interior oscuro de la miserable taberna, de las conversaciones entrecortadas
donde se va destilando la miseria y el odio. La pobreza y la desesperación ante el cierre de lo que parece ser la única salida, las eólicas.
La palabra clave de esas relaciones tóxicas que saltan a lo físico es "envenenadas". Ese era, no sé si es, el ambiente de muchos pueblos de la Galicia rural, pero también de la Castilla profunda. La gente eran desertores del pueblo: ¿quién va a querer vivir aquí?. Olemos a mierda grita Axa en la taberna en una escena digna del pincel de Solana. Antes de que viniera Antoine eran desgraciados, ahora lo saben. Si él es así, qué soy yo.
La mayor diferencia entre las dos
películas es que en Alcarràs hay niños y en As bestas no. Dicho
así parece una simpleza, pero es lo que hace que la primera sea una
tragicomedia y la segunda una tragedia a secas. No hay final feliz en ambas, pero los últimos planos muestran a una familia unida ante la desgracia en una y
la disolución de lo poco que quedaba en otra. Carla Simón abre con la escena de
unos niños jugando en un coche, imitando a los adultos, fabricando un trayecto
de fantasía, pidiendo el ir más deprisa. Nos da el tono de la película: hay un
mundo, el de los niños, que corre paralelo con sus juegos al azacaneado de los
adultos, se mezcla asombrado sin entender sus cuitas, aunque guarda silencio y
se arrima en los momentos críticos; hacen trastadas en el huerto del vecino; se
sienten agraviados e incomprendidos cuando les quitan para recoger la cosecha las maderas con las que han construido una
cabaña; corren peligro al subirse a la pala de la excavadora y su
descendimiento da lugar a imágenes de una gran belleza y ternura.
Cuando la directora abre la película con
esa escena del coche entra en diálogo con una forma de hacer cine en español en
el que la mirada de los niños lo cambia todo, echa por tierra las categorías
que reducen los filmes a simples dramas sociales. Más que a Saura recuerda aquí
la inolvidable secuencia de Erice en Lifeline, también dirigidos los
niños pelones por una niña. En este caso Iris. Su vivacidad y magnetismo, la
alegría de vivir es un contrapunto al angustias de su padre, el Quimet,
envuelto en sudores, dolores de espalda y blasfemias, como pocas veces se
habían oído en el cine.
Esos dos mundos, dos miradas, se traducen en una estética del collage que va pegando fragmentos sin fundidos en negro.
Los premios Goya de este año han optado
por conceder el mayor número de estatuillas a As bestas dejando de lado
a la otra gran favorita, Alcarràs. Las dos películas son excelentes, con
estilos distintos y algunos referentes comunes como son unas energías renovables
que amenazan, bajo la apariencia de salvación, todo una forma de vida, enfrentando a comunidades. Envenenan a la gente. Si no se puede sobrevivir pagando 15
céntimos el melocotón en origen o con una depauperada ganadería de monte, la salida
que entierra la pérdida de la propiedad son las energías renovables tan
publicitadas, ya sean las placas solares o la eólica. El magro dinero que
proporcionan sirve, en una película, para echar de la tierra, en otra para
marcharse de ella. En cualquier caso, los pueblos se despueblan, dando paso a
la gestión de lo elemental sin presencia humana pero cambiando su paisaje.
En una hay luz, Alcarràs, en la
otra penumbra, As bestas. En ninguna de las dos esperanzas para un modo
de vida ligado a la tierra. Tienen que irse, quieran o no. En ambos casos es
una mirada diferente y muy valiosa de una directora y un director jóvenes,
miradas distintas, casi opuestas, pero que se cruzan, como veremos. No solo no idealizan, sino que es la versión diferente del “me vuelvo al pueblo”, reclamo
de programas populares televisivos. En ellos se escucha el repetido comentario
de que aquí se vive una vida muy tranquila, tanto que no paran de moverse y
manifestarse porque tienen miedo de enfermar y morir por falta de atención
médica.
Decision to leave (2022) dirigida por Park Chan-wook.
¿“Amour fou”, “femme fatale”? Nada de
eso. A quienes lo enfoquen así no extraña que se le hagan largas las dos horas
y veinte que dura la película. Una vez traducida a esas categorías occidentales
parecen sobrar muchas escenas despachadas como “virtuosismo visual”. No son el
“noir” ni tampoco el “rouge” los colores de la película, sino algo etéreo que
impregna la ciudad y que los personajes subrayan: la neblina. No una niebla
espesa que impide ver sino esa neblina delgada y sucia que no permite la
definición, los perfiles acusados. La neblina es la metáfora de la indefinición
de los personajes y la ambigüedad de las situaciones. Las palabras son
incapaces de penetrarla y no será por falta de recursos, ya que el director ha
estudiado filosofía.
El director propone otro camino, el de las imágenes. En la comisaría el detective (Hae-Joon) le ofrece a la mujer ( Sore) la posibilidad de explicarle la muerte de su marido mediante palabras o fotos y ella elige fotos. Esto tiene sus consecuencias. Pocas veces se tiene la ocasión de ver un thriller cuyo protagonismo no está en la acción, sino en las imágenes, que no solo la documentan, sino que la interrumpen y desvían.
Se trata
de microimágenes, no imágenes pequeñas (de hecho abundan los primerísimos
planos) sino imágenes de lo pequeño, de
lo cotidiano, como las muestras de la violencia misma. El otro aspecto
importante es que se trata de imágenes de tecnología háptica: manos y teléfono
móvil, uno como prolongación de las otras.
El misterio se hace cotidiano a través de
las imágenes que tienen su tiempo, un tiempo lento, se demoran en la pantalla
para ser vistas en detalle. En ese sentido estorban, si se trata de verlo todo solo
bajo la óptica de la narratividad, de contar una historia. Esto hace que la
película no pueda ser catalogada sin más como un thriller, la acción, que la
hay, cede su protagonismo a las imágenes ensimismadas. Las más potentes y
poéticas de todas son las que al final dan el título a la película, ajustado,
no esteticista.
Hay mar y montaña, pero no son imágenes
espléndidas porque reflejen una naturaleza sublime. Todo lo contrario. Vemos
por la lente del móvil. Omnipresente. Son imágenes técnicas, de primerísimos
planos y con una alta resolución, pero en la mayor parte de los casos
recortadas, encuadradas. Cuando ascienden a la montaña hay un contrapicado del
móvil en busca de cobertura que se convierte en un ídolo de recurrencia.
Esto corta cualquier sentimentalismo romántico al uso. Y, al mismo tiempo, en
la comunicación a través de los breves caracteres muestra la soledad en cada
momento y el deseo y la imposibilidad de amar. Lo que predominan son silencios,
en que no saben qué decirse, quizá tampoco porque no saben lo que pasa, lo que
les pasa. Al igual que el espectador, asisten perplejos a unos episodios que
van teniendo lugar sin ellos. Los dos
personajes centrales siguen unas pautas de extrañeza propias de
Murakami o el cine de Wong kar wai.
Él, pasivo, atraído por algo que no comprende,
que se sustrae al trabajo de análisis de la policía. Y ella, con unas capas de
cebolla de misterio que no se desvelan al final. No hay salida, de ahí la
decisión de dejarlo, de abandonar. No es el detective al uso, hiperactivo,
cínico y con restos de moral propia, sino un hombre melancólico, silencioso, al
que le suceden cosas. La protagonista femenina responde al tipo de personajes inasibles
de ese tipo de cine oriental mucho más interesantes que los masculinos. Ellas misteriosas,
ellos ensimismados, atraídos por lo que no entienden, incapaces de resistirse.
No hay sol en la película, sino neblina. Es la metáfora del misterio sin enigma, el territorio de la ambigüedad.
Lo interesante del libro son las
diversas metamorfosis de la palabra “estética” por sus desplazamientos:
sentimiento, propiedad de los sujetos, creación de “objetos estéticos” por
parte de las máquinas, sin (aparente) intervención humana. A esto último, al
hacer de las máquinas y sus productos "estéticos", es a lo que en último término
llamarían los autores “estética artificial”, lo que plantea no solo los consabidos
problemas en torno a la creatividad sino, sobre todo, de autoría. Incluso,
llegan a concluir, se cuestionaría la necesidad y la misma noción de “humano”
al final del proceso. Como se puede ver, el recorrido es muy largo y hay
momentos en que las diversas acepciones de la palabra “estética” tienden a
solaparse. Del sentir al hacer, la dimensión teórica y reflexiva es aquí
reemplazada por el algoritmo programado y su desarrollo, incluso lindando a la
emancipación final. Lo biológico de las redes neuronales se muta en cultural
como estilo. El estilo sería como el ADN de la obra, una vez escaneada en alta
resolución y analizada minuciosamente pixel a pixel.
Aunque todo aparece bajo el paraguas conceptual
de Arte y Tecnología, en la “Estética artificial” se ve claramente que la
palabra “Estética” no es sinónimo de “Arte”, aunque los autores siguen todavía
con su asimilación a la belleza. Su ámbito de actuación es mucho más amplio. En
efecto, una IA puede establecer, según los autores, pautas, patrones, de “preferencias estéticas”
cuando se toman “decisiones estéticas” sobre “objetos estéticos” para crear
unos nuevos. Y no solo eso, sino que permitiría, dicen, establecer los
“principios” que subyacen a ellas. El estilo.
Curiosamente, estas expresiones ya
revelan una visión no contemplativa de la estética, tampoco se refieren mucho
al juicio estético, sino a la acción, a la decisión. No busquen en este libro
nada sobre la figura obsoleta del “espectador” presente todavía en la estética
rancia. Tampoco la tradicional postura kantiana de que no hay, en rigor,
objetos estéticos, que lo estético no es una propiedad de los objetos, sino un
sentimiento de los sujetos originado por la representación de los objetos.
Y si lo primero, la pauta de las
preferencias, puede tener interés para la industria cultural, lo segundo, el
sentimiento, lleva a los autores a un terreno en el que, como anuncian en la
publicidad de la presentación del cuadro, se “desdibujan las fronteras entre
Arte y Tecnología”. En una entrada anterior se planteaba el tema que viene ya
desde el romanticismo: si se experimenta una emoción, un sentimiento, causado
por una obra generada por IA, qué más da que haya sido generado por un
algoritmo. Lo que importa es el resultado.
Esto se acentúa cuando se aplica el
test de Turing, modificado, y no se sabe o se confunde la autoría. Aquí traen
los autores una cita luminosa de Wittgenstein sobre el test de Turing: no
revela lo que hay de humano en la máquina, sino, más bien, lo que hay de máquina
en lo humano. Y así concluyen que “esos algoritmos pueden identificar
cualidades estéticas en los objetos y preferencias en los sujetos de las que no
son conscientes, pero que se manifiestan en su conducta apreciativa”. Este
punto es importante, ya que pone en cuestión conceptos tradicionales tan
relevantes como la intencionalidad y la conciencia.
El libro se coloca en el límite puesto que va del “aumento” de las capacidades humanas, en la línea de las tecnologías
como “extensiones” del cuerpo, a que puedan “aprender” de las preferencias
estéticas humanas, más allá de las que son conscientes y generen nuevos
artefactos estéticos. Y, dando un paso más, Arielly afirma que “si un proceso
simple, no humano, puede generar un objeto estético, tal vez estemos dando
excesivo peso a la noción de “humano””. Incluyendo, apostilla, a la
intencionalidad y la conciencia.
Se puede observar cómo de las relaciones entre arte y tecnología se da aquí un paso, con todas las cautelas, a plantear la relación entre ser humano y tecnología, como algo externo, por independizado, a él. Vuelven los fantasmas del trans y post humanismo de los años 80 del siglo pasado en la ciencia ficción. El punto crítico de la cita está en las palabras “humano” y “objeto estético”. En realidad, al comienzo del proceso de programación y producción está siempre el ser humano y también en la apreciación del resultado, para poder hablar de “objeto estético”. El que sea diferente en cada caso no quiere decir que no lo esté. Hablar, pues, de “estética artificial” me parece una mala metáfora, cuando no un oxímoron. Esa es una fusión por simplificación de unos términos que lleva a la confusión tras la buena intención inicial del replantear las relaciones entre arte y tecnología. No hay una frontera entre ser humano y tecnología, ya que somos seres tecnológicos, las tecnologías forman parte de nosotros mismos, luego tampoco hay que borrar fronteras que no es necesario poner. La “Estética de las nuevas tecnologías” no es, pues, una estética artificial.