
Hay una secuencia de cinco cuadros de Thomas Cole titulada “El curso del Imperio”, que van de 1834 a 1836. El primero tiene como título “El estado salvaje”: rocas afiladas con ralos árboles, cielo agitado con nieblas que suben del mar, conforman un paisaje de lo elemental en el que sobrevive el ser humano, por el que se afanan algunos cazadores, cuyas humildes moradas adivinamos al fondo.

El segundo (pintado en primer lugar) lleva por título “El estado pastoril o arcádico”, y es la perfecta muestra de la identidad entre naturaleza y espíritu. Si el cuadro anterior era sublime este es bello, con una naturaleza de suaves contornos, cielo despejado y suave color verde en los grandes árboles y pequeños prados, en los que pastorean, meditan, juegan o descansan algunos seres humanos, contagiados por la quietud de la escena en la que se advierte la presencia de un templo clásico.

El tercer cuadro lleva por título “La consumación del Imperio”. Apenas hay naturaleza, apartada por las esplendorosas construcciones de los hombres, palacios, templos, que casi recubren la primitiva ensenada convertida ahora en puerto de placer. Toda la escena, con reminiscencias clásicas del Imperio romano, es un canto y celebración del poder del hombre.

El cuarto cuadro lleva por título “Destrucción” y es, efectivamente, una escena dantesca de incendio, destrucción y muerte, presididos por una estatua gigantesca de guerrero que sustituye la pacífica femenina del cuadro anterior.

El último cuadro lleva por título “Desolación”. Es el paisaje de la ruina. Todo va volviendo a la naturaleza y ésta va emergiendo de aquella a una luz incierta.
Hay un elemento común a todos los cuadros, algo que no cambia: tienen un espectador de sus paisajes (un centinela que diría Clarke-Kubrick) en el promontorio que, con una gran roca en la cumbre, parece observar todo inmutable a través de las edades de los hombres. Con o sin espíritu la naturaleza permanece a lo largo de los tiempos que se miden ya con otro tiempo distinto del humano, con el tiempo de lo elemental. El hombre no es la medida de las cosas. Este último cuadro es el paisaje del triunfo de lo elemental, de la vuelta futura al primer estado, en una metamorfosis sin fin. La ruina no es ya fragmento que hace añorar una totalidad perdida sino el primer paisaje vacío de hombres.
Hay una clave icónica en otro (pequeño) cuadro de Cole reproducido en un post anterior.