Pocas veces se encuentra una película audiovisual en el
pleno sentido de la palabra. Hablando de cine esta afirmación puede parecer una
simpleza (probablemente, lo es). Sin embargo, estamos acostumbrados a elegir
entre musicales o películas en las que la imagen sonora hace de fondo, a ratos
protagonista, de la imagen visual. En este caso, la integración de los dos
tipos de imagen es perfecta, más si se tiene en cuenta que la mayor parte del
tiempo son “canciones”. Una excelente película.


Y son precisamente ellas las que hacen que sea una película
de “paso”, de paso del folk al rock por la vía de la metamorfosis; de cómo
aquellos que vibraron con “porque los tiempos están cambiando” no pueden
aceptar que el suyo también cambie. Más aun, a los que traen el cambio no se
les permite que cambien. En el festival de Newport 1965 la banda de rock de
Dylan atronaba con la guitarra eléctrica mientras el público pitaba y se
desgañitaba reclamando el “Mr. Tambourine Man” del año pasado. ¿Qué había
cambiado?

Que los tiempos están cambiando, a favor de unos contra
otros, ha sido el slogan que han hecho suyo generaciones, en España sonaba
especialmente al comienzo de la Transición. Pero en la versión de Dylan hay un
componente que no coincide con la recepción: son tiempos diferentes, no
necesariamente mejores. A propósito de un diálogo de la película se percibe
mejor el matiz: Dylan distingue entre mejor y diferente y esto último es lo que
quiere ser él. Primero en lo que otros hacen, el folk y la canción protesta de
tema social y luego, cuando todo es lo mismo, cuando han asesinado a Kennedy, a
Luther King, cuando afirma que nada cambia, crea su propia diferencia, donde ya
no tienen cabida los otros. La película es un camino a la diferencia desde lo
que estamos acostumbrados y nos gusta de Dylan. Las buenas canciones no nos
hacen buenos, pero algunas nos hacen sentirnos mejor.
Crisis de los misiles en Cuba, Baez pone la TV con las
noticias, Dylan la apaga aburrido. Canta, cantan, “Flotando en el viento”.
Poesía, siempre poesía. Casi todo el mundo sintoniza con Dylan, pero ni los que
están más cerca lo comprenden, Joan, pasados los años, reflexiona que es
complejo, complicado y mejor no intentar entenderle. En una tienda de discos
observa que de su disco hay muchas copias, delante de él se acaban de llevar la
última de Baez. El minimalismo en los gestos no permite sospechar nada, pero se
advierte la decepción. En cierto modo, la película es el aprendizaje de la
decepción. Al final, Joan (una excepcional Monica Barbaro) le dice que ha
ganado, se ha salido con la suya, es libre, de ellos y sus mierdas. A través
de la decepción de Newport.
Thimothée Chalamet hace el trabajo perfecto de un ser en
apariencia desvalido, con voz nasal, boca torcida, mascullando las palabras,
escupiendo las canciones, que sigue su camino a la deriva, pero con una meta,
la carretera del éxito por la que va a toda pastilla con su moto; poseído de la
pasión de la música, sin perder ninguna oportunidad que se le presenta, dejando
en la cuneta a quien ya no puede seguirle, como Peter Seeger, un seráfico
Edward Norton, lejos de los papeles violentos de American History X. Manteniendo
su fidelidad al terminal Woody Guthrie.

El enfoque de la cámara es importante, sitúa al espectador
desde un lugar privilegiado que le permite asistir a todo, no desde la
distancia del público que adora el escenario sino entre bambalinas, donde la
desmitificación favorece la sintonía, los otros primeros planos. Y en la retina
se queda la transformación que va sufriendo el rostro de Elle Fanning (merecía
más papel) cuando escucha cantar a Joan y Dylan “It Ain't Me Babe”. Ya no puede
más.