martes, 15 de enero de 2019

Border

"Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo,  cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo"(Proust).

"Esa noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. La idea era divertida. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva y unas voces que lloraban y una voz muy triste, y unas gotas sucias que caen sobre tapas de cajas vacías, y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? El tiempo se parecía a la nieve que cae calladamente en una habitación negra, a una película muda en un viejo cine, a cien millones de rostros que descienden como globos de Año Nuevo, bajando y bajando hacia la nada. Así era cómo olía el tiempo, cómo sonaba y qué parecía. Y esta noche (y Tomás sacó una mano al viento fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo" (Ray Bradbury).





En la ficción literaria de Proust la identidad (somos tiempo, somos memoria, es la creencia) se despliega en las imágenes de los sentidos más primarios, el olor, el sabor, que activan la memoria involuntaria del recuerdo. En la ciencia ficción de Ray Bradbury, en sus inolvidables Crónicas marcianas, se puede pensar en imágenes poliestéticas lo que no logró la filosofía en conceptos: el tiempo. Recordemos el tópico agustiniano: "¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé". Hay otro tipo de saber, el del gusto, olor y sabor.




En la película Border (2018) de Ali Abbasi se plantea la pregunta: "¿Se pueden oler los sentimientos?". Interesante pregunta en una época en que todo se vuelve hablar de emociones, no tanto de sentimientos. La ayudante de policía de aduanas Tina es capaz de hacerlo, oler los sentimientos de culpa, vergüenza, rabia, que se esconden tras la aparente ausencia corporal de emociones.

En la ciencia ficción las películas ochenteras planteaban el problema de la identidad humana, primero en hacendosos robots y luego en atormentados replicantes que ya habían dejado atrás la inteligencia artificial y emocional. Unos querían ser humanos, como el hombre bicentenario y otros se preguntaban que para qué ser humano como la mayor Kusanagi (la de la película, no la infame serie). A caballo entre el transhumanismo y poshumanismo (a veces son lo mismo) la pregunta esencialista ombliguera, qué es un ser humano, hizo las delicias de las tecnologías del yo, ahora de capa caída. ¿Se acuerda alguien de cuando se hablaba de cyborgs? Bueno, sí, en la entrañable película de "mamá, creo que soy un cyborg". 

Border es el regreso a lo elemental, a la tierra húmeda del bosque y al cuerpo de recuerdo mutilado; nos sitúa en la frontera como límite de la pregunta por la identidad y diferencia en formato esencialista: es una pregunta grotesca según el director. Los dos personajes centrales parecen escapados de La isla del doctor Moreau. Y la estética de las imágenes se acoge a esa categoría: parajes sublimes que albergan escena sórdida de sexo en la que se intercambian burdamente géneros como en el bioarte trans; asepsia funcionarial en las instalaciones de aduanas y vulgaridad cotidiana en la vivienda que comparte Tina con un gorrón; proteger y servir con caso de pedofilia y bebé escapado de Cabeza borradora que acabará en retoño de Shrek; gestos de extrema fisicidad revolcándose en la tierra, acariciando el musgo pero degustando los gusanos del bosque; correr, bañarse desnudos, gritar de placer por la (esa) vida, amor entre gruñidos.

Siente el amor de la madre Gea venteando los efluvios de lo elemental, pero también el rechazo de los (otros) seres humanos. Son las oscilaciones propias de los seres ENTRE que solo desean ser aceptados y no pasan de adoptados temporalmente. La identidad no es una cuestión ontológica como se ha fantaseado sino un asunto puramente social: ellos hacen sentir diferentes, con la mirada, con la exclusión, con el maltrato. La identidad no es una cuestión de ser sino de trato. ¿Somos como nos (bien)(mal) tratan? Aquí lo binario en las respuestas al uso deja paso a la complejidad de la película y sus imágenes.

sábado, 12 de enero de 2019

imágenes cortadas: el camino soñado 5






Es un tipo de cine con imágenes que hacen visible un presente no transitivo, en tiempos y espacios que se cruzan creando personajes en la encrucijada, sin pretensiones moralizantes. La cámara los sigue respetuosa, en secuencias de Pasolini, Antonioni retomadas por Wang Bing. Pero esta película no exhibe las interminables deposiciones de pijos existenciales ni la suciedad interesante de los marginados del sistema sino a gente corriente de la gran ciudad moviéndose en la incertidumbre de la separación. En cierto modo es ese movimiento corporal la clave, en esta como aquellas, del escondido proceso que apenas aciertan a verbalizar.

El diálogo con alguna de las creaciones de la actriz Miriam Jakob, Theres, puede facilitar la comprensión: 



Sí se puede

Volver sobre este tipo de cine provoca una desazón: no ponemos las imágenes que vemos sino que nos apresuramos a escribir sobre lo que ya sabemos.

La imagen es solo un pretexto para desenfundar el texto.





viernes, 11 de enero de 2019

imágenes cortadas: el camino soñado 4







El cine de la Escuela de Berlín es una antropología de lo cotidiano. Lo que desconcierta de sus imágenes es que tratan simplemente de eso, de mostrar lo que está ahí, no de su invención, sino de su hallazgo, de dejarlo estar, no son mías. Nunca mejor la expresión cotidiana para caracterizar el quehacer de estas imágenes: déjalo estar. En su insignificancia, su banalidad. Las cosas no son mías, son de ellas. Este tipo de cine es una alternativa al “yo soy yo y mi circunstancia”, las cosas no necesitan ser salvadas sino que las dejen en paz. Piden respeto y no achuchones conceptuales (no desinteresados: “y si no la salvo a ella no me salvo yo”, pero ese es tu problema, quijote conceptual). Un respeto que enfría al espectador (emancipado pero sobón) le obliga a guardar distancias, incapaz de identificar, de identificarse, pidiéndole también que se esté quieto, no se emocione, observe, aprenda. Una persiana se va cerrando y lo que se muestra es el acto de cerrar-se no tanto de cerrarla. Son los tiempos muertos de las cosas, del estar, a diferencia de los vivos de los humanos, obsesionados con su ser, de ellos.

jueves, 10 de enero de 2019

imágenes cortadas: el camino soñado 3





La diferencia entre el mito del camino, el viaje romántico y el tránsito es que ahora, aquí, las personas están atrapadas entre el ser y el estar, entre cómo están y cómo les hubiera gustado, soñado, ser. Las imágenes son así discontinuas mientras que los personajes no cambian con el tiempo, ella, Theres, viste igual durante muchos años en distintos espacios. La película de Angela Schanelec es una coreografía al revés del viaje romántico como construcción de una identidad, de la casualidad del ser y la causalidad del estar. Es el camino de la complejidad sin esencialismos, difícil de transitar para el concepto, territorio de algunas imágenes. Tiempos y espacios atascados, no simplemente detenidos, en los que se va pudriendo algo en los adultos ensimismados mientras que los niños juegan al margen de las figuras caídas al amparo efímero de la botella, de la heroína, de la morfina. Imágenes cortadas con un montaje en paralelo, que no suturan, personajes que se intercambian en el límite de las identidades, idiomas que conviven sin llegar a la comunicación.

miércoles, 9 de enero de 2019

imágenes cortadas: el camino soñado 2






Imágenes que no son tiempo ni movimiento; no, al menos, el tiempo aristotélico como medida del movimiento según el antes y el después. Estas son imágenes cortadas, de cuerpos, de calles, más que caminos en el bosque que no llevan a ninguna parte, urbanas, donde los cruces desgarran cuando piensan unirse atravesando, obligan a parar pero apremian a no demorarse; son espacios pero no lugares. La maestra se detiene y sigue, el sin techo no deja nada, solo la concha antes de los raíles. Lo que va sobre ellos es lo que realmente se mueve, las personas también se desplazan pero casi no actúan.



Sueños y despertar




martes, 8 de enero de 2019

imágenes cortadas: el camino soñado 1

A veces se piensa en imágenes el camino con menos carga hermenéutica textual y el sueño menos romántico posible en la búsqueda de identidades. No lo pone fácil el título conceptual de la película de Angela Shanelec El camino soñado.


Pero una de las escasas imágenes musicales en la película nos da una pista: “The lion sleeps tonight” cantan los dos músicos (todavía caminantes) callejeros para ganar unas monedas en su viaje iniciático a Grecia: yo seré maestra, yo seré músico, sueñan. Luego viene el despertar en las imágenes y los sueños, sueños son. La vieja metáfora de la vida como camino (“¿qué camino seguiré en la vida?” se preguntaba Descartes), trufada con “la vida es sueño" barroca, acaba siendo una nana de la factoría Disney con la que algún oscuro filósofo del bosque mece la cuna del retoño identitario.




Camino, que ya no es viaje, más bien cruce como tránsito: encuentro que es desencuentro, intermedio que preludia una separación, Grecia y Berlín, la maestra y el sin techo, imágenes que impiden vivir entre líneas, la melancolía del sueño de un camino al término del camino de un sueño. La identidad: un punto ciego.



domingo, 6 de enero de 2019

sábado, 29 de diciembre de 2018

en el limbo/inframundo de la imagen 4



Pocas películas como esta (de)muestran la inutilidad del método dialéctico de la escritura, de la filosofía, aplicado a la imagen. Incluso la voz en off (supuestamente narrativa, ella misma ficción) contribuye al efecto de extrañamiento. La nueva escuela de Berlín no es la herencia Kluge. Solo hay que ver para entender: las imágenes dialécticas, frontales, han dejado paso a las imágenes de perfil, ambiguas. Son la exposición de la falta de salida de lo binario, de pensar la (no con) imagen como dialéctica en estado de suspensión. En las dialécticas se llega a esa suspensión, parálisis, falta el elemento amor, solo hay pánico, asombro, hotel Abgrund. Aquí, el presente no redime al pasado, solo buscan el olvido por el amor. “Es una historia de amor en el limbo de lo que es el tránsito”, ha declarado Petzold en un magnífico resumen que dice todo y no dice nada, aunque tiene el valor de espantar cualquier entrevista que pregunta por la “narración” y no por las imágenes.


Lo llamativo, lo desazonante para algunos, es que se trata de tres películas de víctimas en que ellas se niegan a serlo y el director lo respeta. La huella icónica es la falta de expresividad en el rostro, ya sean los personajes de Nina Hoss o de Gregg y, sin embargo y en particular este último, tienen una presencia poderosa en la pantalla. De una corporalidad extrema. El perro apaleado no anda nunca derecho, así Gregg, ligeramente ladeado, temiendo algo, esperando algo, un hombre lo detiene y otro lo empuja. En una geometría con ausencia de seres humanos, una geometría hecha de vacíos en el caso de las migraciones: “te miran pero no te ven”. Desde Camus es difícil concebir la auténtica extranjería sin una historia de amor corriente que lo cambia todo imposibilitando la tragedia dialéctica. ¿Para qué querer quedarte a una carta conceptual cuando te reparten todas en imágenes? Pero lo trastoca todo. Así, en la película, la esencia de lo real como historia es lo surreal en imágenes, esta es la esencia poco esencialista: los ángeles pensativos de Wenders bien temperados con los humanos demasiado humanos de Fassbinder. Dice Petzold.

















 La renuncia suena a amor fou. Pero no es el suicidio de la espléndida Barbara Auer, tampoco el amor como pacto para morir de Kleist, ni siquiera hay un final Casablanca (tan tierno él) sino quizá más prosaico, de Ojos negros, nana incluida, para un judío errante. Un amor para la vida en bucle, antes del origen, cuando no se consigue (quiere) recordar nada, como Romano, como Gregg, que sigue esperando una presencia fugaz en el cristal de la imagen.


jueves, 27 de diciembre de 2018

en el limbo/inframundo de la imagen 3










Lo que pesa no es el pasado que obstinan en olvidar mientras otros están empe-ñados en recordárselo: “but we don't know where we've been”. Tampoco la ausencia de futuro (las esforzadas historias de amor acaban mal) sino el peso del presente no transitivo. Lo característico de ese limbo o inframundo es que hay mucho movimiento (siempre los representan vagando) pero poca o ninguna acción. La trilogía (Barbara, Phoenix, Transit) son tres historias de amor, de querer amar y su imposibilidad misma porque no hay historia: faltan hechos y no hay acontecimientos. Es un amor sacrificio, de dar y no recibir, es el amor de la renuncia, de los supervivientes, fantasmas. Cuando se le pregunta a Paula Beer, la protagonista, por su película favorita recuerda Solo los amantes siguen vivos de Jarmush. En ese lugar entre paréntesis, no-lugar dirían los posmodernos, de espacios entrecortados tiene lugar esa estética de la renuncia, de intentar ser otro para poder dar cuando se lo han quitado todo. El limbo no es solo tránsito sino estar atrapado en un presente no transitivo de pasado que no pasa fluyendo hacia el futuro. Es el puerto como naufragio.

jueves, 6 de diciembre de 2018

en el limbo/inframundo de la imagen 2










No se trata de la antítesis entre palabra e imagen, tampoco de la tradicional reivindicación de los directores de cine no narrativo de poder dirigirse emocionalmente al espectador sin mediaciones conceptuales. Es algo más sencillo: en la vida hay quienes viven para contarlo y los que sobreviven para no contarlo. Esto es lo que dice Gregg, adoptando una identidad ajena para sobrevivir ahora, distanciándose de la escritura de esa identidad que leyera en el tren. No quiere leer/oír las historias de los demás. Ni escribir ni leer es ser. Es la escritura o la vida. Es la escritura y la vida. Vivir es desvivirse a través de varias identidades para sobrevivir: “pero no podemos decir lo que hemos visto”, tan solo mostrarlo. Esas son las imágenes. Imágenes del tránsito: no poder ser otro, tampoco uno mismo.

viernes, 30 de noviembre de 2018

en el limbo/inframundo de la imagen 1





Se recomienda experimentar la película Transit (2018) de Petzold desde los extremos ENTRE los que se combinan las imágenes: primero oír la canción final Road to nowhere en la versión de Talking Heads, luego fijarse en la dedicatoria del comienzo. Así se estará en situación de escuchar una de las afirmaciones más heterodoxas para la memoria histórica; de entrar en el limbo/inframundo de la imagen
















La película está dedicada a Harun Farocki. El tamaño de la dedicatoria es mínimo, perdida en el fundido en negro de la imagen, en una deuda mayor: ante las imágenes, de nobis ipsis silemus. Conviene recordarlo pues el magisterio primero, los trabajos compartidos después, definen un tipo de ocupación con la imagen que trabaja con lo emocional pero descarta lo emotivo, no propicia la narración y aleja lo identificatorio. El espectador medio queda cautivado por las imágenes, por la poesía de la imagen, pero sale perplejo respecto a la trama. Siente que ha sido mantenido a distancia. Y el crítico le da vueltas a la posible historia. Tiene que escribir. 















“Los escritores que estuvieron en los campos conmigo solo vivieron experiencias espantosas y horribles para poder escribir sobre ellas: el campo, la fuga, la muerte, la guerra. Ya no escribiré más redacciones”.

 Y en Road to nowhere, la canción con que cierra la película, se apunta: “Well we know where we're going/But we don't know where we've been/And we know what we're knowing/But we can't say what we've seen".


La escritura es el limbo/inframundo de la imagen

domingo, 4 de noviembre de 2018

sábado, 27 de octubre de 2018

el vuelo congelado del Azor


Si la Transición quiere alejarse del Movimiento, el Cambio aspira a cerrar la Transición. Son símbolos que abren y cierran pero no reflejan sino que sustituyen a la realidad dando como resultado la eclosión de esta última una metamorfosis de los mismos más que una ruptura. Algo de eso ocurrió cuando Felipe González utilizó en julio de 1985 el emblemático yate del dictador “Azor” para un periplo vacacional provocando un escándalo mayúsculo como simbolismo asociado a la dictadura y a las hazañas de pesca asistida de Franco. Fernando Sánchez Castillo ha creado con los restos del barco un grupo escultórico titulado “Síndrome del Guernica”. Un guiño a Picasso que necesita ser explicado en una excursión al informalismo cubista, al cubicaje de la materia y la memoria ¿Lo pillan? Es la ironía del posfascismo posmoderno.






Tres imágenes de tres momentos distintos que muestran cómo las imágenes en la estética política acaban teniendo un carácter inintencional. El yate de recreo de Franco era percibido como un símbolo de la dictadura por parte de los españoles depauperados que asistían incrédulos a las perfomances de pesca de atunes y cachalotes por parte de Franco, difundidas en el “parte” y obligatoriamente ampliadas en el NODO anterior a la película que se había ido a ver en el cine. A esa mezcla de ostentación y poder reaccionaban con los chascarrillos relativos a la dificultad creciente de los buzos para atar a los anzuelos las presas de las que presumía, más aún cuando se trataba de la pesca de salmón, animal nervioso que no se avenía con el creciente Parkinson del pescador. Entrevistas de Estado, invitaciones a ministros en fase de prueba, escenas familiares de escasa intimidad, eran estampas frecuentes en la cubierta del yate. Lo que se transmitía como una imagen de relajo y humanidad era percibido, sin embargo, como un símbolo de poder absoluto en su disfrute y contemplación obligada del resto de los españoles. Era el fascismo moderno.

Cuando Felipe González decide en términos posmodernos “apropiarse” del yate para un viaje de recreo “descontextualizándolo” de su pasado, como una propiedad más de un estado democrático, la prensa reacciona escandalizada ante el uso de ese símbolo dictatorial, escandalizando, a su vez, a Felipe González que ve en esas críticas componente freudianos de los españoles incapaces de superar su pasado. Alfonso Guerra, más fino, ya le habría desaconsejado, según su propio testimonio, la aventura. Por problemas de imagen. Todavía se está en el fascismo posmoderno.

De las desventuras del yate, una vez muerto el dictador, deteriorándose al no encontrar un uso para él, ya hay suficientes testimonios hasta el más chusco de acabar varado en un páramo de Burgos como reclamo de un asador. El propietario reconoció haber hecho un mal negocio, la memoria asociada al yate, declaró, ya no tenía un valor económico. El olvido había triunfado haciendo desaparecer la intencionalidad del símbolo. Todo lo más quedaban los inevitables grafitis asociados al nombre del que “estuvo aquí” o hizo sus necesidades allá.

De ese olvido del tiempo lo rescata la oportunidad de la memoria histórica comprándolo un avispado artista, Fernando Sánchez Castillo, por un importe no declarado, en todo caso no alto, “Franco ya no era rentable”, puntualizaría. Lo desguaza, empaqueta, compacta, reservándose algunas piezas para la exposición que tiene lugar del 20 de enero al 8 de abril de 2012 en el Matadero de Madrid. Amante de la ironía y de las contradicciones en la investigación de los símbolos este artista conceptual encierra la obra en el antiguo frigorífico del matadero mostrando la congelación de la memoria en el olvido y su descongelación en la memoria histórica que lo vuelve a congelar hermenéuticamente. Todo el proceso, hallazgo, compra, desguace, conversión en obra de arte y exhibición es oportunamente documentado en un vídeo.

 El artista subraya que su gesto no obedece a una “responsabilidad política” sino a una “responsabilidad estética” ¿Cómo debe entenderse esto? El compromiso ha dado paso a la ironía. Esta consiste en jugar con lo sublime de la ruina histórica en versión  Lyotard: reciclar un símbolo ya desprovisto de trascendencia pero jugando hermenéuticamente con ella, sin nostalgia pero con aprovechamiento, parasitándolo. Un símbolo convertido en chatarra física por el deterioro y conceptual por el olvido es reciclado, la palabra clave de la ironía posmoderna, del posfascismo posmoderno. 

Fernando Sánchez Castillo pertenece por edad a toda esa generación de “victimas culturales” (el artista se caracteriza a sí mismo como “exiliado cultural”)quejosas del silencio de aquella época por sus mayores y ahora empeñados, no tanto en conocer su verdadera historia, les da igual, (por ejemplo, en ese barco no tuvo la reunión de Franco con Don Juan, fue en otro anterior) como en “contarla” a su manera formando parte del relevo generacional en el traspaso de poderes.

El artista ha señalado que la performance documentada en el video cubre tres épocas capitales de la historia de España: dictadura, transición y “tardocapitalismo salvaje”. Esto último caracterizaría el cómo entiende la “responsabilidad estética” hoy día esa generación: denuncia capitalista del capitalismo salvaje del poder desde las instituciones del poder mismo en que anidan, mundo del arte y universidades; refiriéndose al pasado más que, prudencia obliga, al presente; señalando las contradicciones del pasado desde sus propias contradicciones y aquí no ha pasado nada, pues la basura del fascismo conceptualizada “non olet”. No se tira nada, todo se aprovecha. Muy interesante.