"Esa noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. La idea era divertida. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva y unas voces que lloraban y una voz muy triste, y unas gotas sucias que caen sobre tapas de cajas vacías, y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? El tiempo se parecía a la nieve que cae calladamente en una habitación negra, a una película muda en un viejo cine, a cien millones de rostros que descienden como globos de Año Nuevo, bajando y bajando hacia la nada. Así era cómo olía el tiempo, cómo sonaba y qué parecía. Y esta noche (y Tomás sacó una mano al viento fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo" (Ray Bradbury).
En la ficción literaria de Proust la identidad (somos tiempo, somos memoria, es la creencia) se despliega en las imágenes de los sentidos más primarios, el olor, el sabor, que activan la memoria involuntaria del recuerdo. En la ciencia ficción de Ray Bradbury, en sus inolvidables Crónicas marcianas, se puede pensar en imágenes poliestéticas lo que no logró la filosofía en conceptos: el tiempo. Recordemos el tópico agustiniano: "¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé". Hay otro tipo de saber, el del gusto, olor y sabor.
En la película Border (2018) de Ali Abbasi se plantea la pregunta: "¿Se pueden oler los sentimientos?". Interesante pregunta en una época en que todo se vuelve hablar de emociones, no tanto de sentimientos. La ayudante de policía de aduanas Tina es capaz de hacerlo, oler los sentimientos de culpa, vergüenza, rabia, que se esconden tras la aparente ausencia corporal de emociones.
En la ciencia ficción las películas ochenteras planteaban el problema de la identidad humana, primero en hacendosos robots y luego en atormentados replicantes que ya habían dejado atrás la inteligencia artificial y emocional. Unos querían ser humanos, como el hombre bicentenario y otros se preguntaban que para qué ser humano como la mayor Kusanagi (la de la película, no la infame serie). A caballo entre el transhumanismo y poshumanismo (a veces son lo mismo) la pregunta esencialista ombliguera, qué es un ser humano, hizo las delicias de las tecnologías del yo, ahora de capa caída. ¿Se acuerda alguien de cuando se hablaba de cyborgs? Bueno, sí, en la entrañable película de "mamá, creo que soy un cyborg".
Border es el regreso a lo elemental, a la tierra húmeda del bosque y al cuerpo de recuerdo mutilado; nos sitúa en la frontera como límite de la pregunta por la identidad y diferencia en formato esencialista: es una pregunta grotesca según el director. Los dos personajes centrales parecen escapados de La isla del doctor Moreau. Y la estética de las imágenes se acoge a esa categoría: parajes sublimes que albergan escena sórdida de sexo en la que se intercambian burdamente géneros como en el bioarte trans; asepsia funcionarial en las instalaciones de aduanas y vulgaridad cotidiana en la vivienda que comparte Tina con un gorrón; proteger y servir con caso de pedofilia y bebé escapado de Cabeza borradora que acabará en retoño de Shrek; gestos de extrema fisicidad revolcándose en la tierra, acariciando el musgo pero degustando los gusanos del bosque; correr, bañarse desnudos, gritar de placer por la (esa) vida, amor entre gruñidos.
Siente el amor de la madre Gea venteando los efluvios de lo elemental, pero también el rechazo de los (otros) seres humanos. Son las oscilaciones propias de los seres ENTRE que solo desean ser aceptados y no pasan de adoptados temporalmente. La identidad no es una cuestión ontológica como se ha fantaseado sino un asunto puramente social: ellos hacen sentir diferentes, con la mirada, con la exclusión, con el maltrato. La identidad no es una cuestión de ser sino de trato. ¿Somos como nos (bien)(mal) tratan? Aquí lo binario en las respuestas al uso deja paso a la complejidad de la película y sus imágenes.