Esa luz incierta
que destiñe las celebraciones difumina también en el ocaso las sombras de los
edificios en el barrio de Montfermeil. Cuando incide sobre la cumbre de los edificios
estos ya no se parecen tanto a las escombreras que sugieren las imágenes de las
revueltas en el documental como a una atmósfera mística en la que el monolito
de Kubrick se pusiera a vibrar. Diríase que la técnica con estas imágenes es la
del sfumato: los contornos y límites se van diluyendo conforme se aplican las
diferentes capas. Es lo sublime de barriada.
Y esta podía ser
una de las mejores caracterizaciones de la película: hecha a capas. Una
película hecha de otras películas cuya presencia se detecta sin que quepa
hablar de influencia hermenéutica; motivos icónicos como el ajado e incongruente sofá en medio de la
ruina de la nada interbloques vienen a la retina; no hay cainismo en el
tratamiento de la policía, la BAC, que nunca se disculpa y que hace del miedo
el método de disuasión para que no estalle la brutalidad circundante, pero que
trapichea y pacta con los delincuentes y bandas para mantener “su” orden, que es
simpática y ocurrente cuando le sale; fundamentalismo religioso de dudoso
pasado e inquietante futuro; bandas de gitanos, de negros, de todos los
colores, con mediadores que buscan sacar tajada. Y, sobre todo, los chavales
sueltos, los chicos de la calle, sin romanticismos pasolinianos, unos
cabroncetes aburridos sin pasta, dispuestos siempre a armarla. Todos ellos
forman un pentimento en el que se difuminan el poli bueno que se queja, pero no
denuncia y la víctima, "el pequeño Issa", que se mea en los pantalones de miedo ante los rugidos del león azuzado y se venga.
O no.
El desencadenante de la tragedia es, al estilo de Kundera, una broma, aquí una trastada. Frente a
una película ideológica, de buenos y malos, lo peor es describir un microcosmos
de la inintencionalidad, de actos sin sujeto, de la vida como un conjunto de
casualidades, no causalidades, mal vistas y peor aprovechadas, lo que contradice
la piadosa cita final de Víctor Hugo sobre la responsabilidad social edificante.
Aquí lo que piden no es caridad, menos ejemplaridad, sino justicia. Aunque no viene mal la tirada de blockbuster ontoteológico.
Lo que transmiten
las imágenes de todos los personajes, policías, bandas, chavales, es una vida
que se va de las manos, en la que de repente “se me va la pinza, se cruzan los cables” con
disparo enrabietado semivoluntario que prende el cóctel molotov de la revuelta. No se trata ni de
revolución canora de la utopía ni del futuro negro de la distopía, al final lo
mismo, sino de la ausencia de futuro, de caminar al filo de la navaja (sobre) viviendo
al día. Es una película de situación de estar, no de ser. Una imagen de espaldas sugiere una cosa, otra,
en contraplano, la desmiente. Las dos son la ficción de la realidad como
realidad de la ficción. Es lo sublime oscuro pero de barriada.