Javier Gomá ha publicado en el suplemento cultural ABCD, nº 840, un ensayo en el que, como reza su título, “La vulgaridad, un respeto”, pide un respeto para la vulgaridad. En cierto modo, el ensayo es una buena muestra de ella ya que trata de elevar al lector (rebajando su gusto) desde los tópicos vulgares de la subjetividad moderna y el narcisismo romántico a un sublime, mejor bello, estadio ético-político democrático, adornado con una “estética democrática” descrita con trémolos propios de uno de los ejemplos de prosa
kitsch más lamentables, aunque respetables. Su propuesta de celebrar “la bella vulgaridad de la vida”, recuerda lo que Kundera denominó “el acuerdo categórico con el ser” y una marca de bebidas con el “viva [beba] la vida”.
En este sacrificio a la vulgaridad el cordero sacrificado son los textos de Ortega y Gasset, que se aducen repetidamente (en una descontextualización selectiva) como ejemplo de alguien que no supo estar a la altura de su tiempo y menos todavía del nuestro. Al parecer, nada menos compatible con la democracia que los aires aristocráticos del señorito madrileño, su estética de la vida en forma, su ética de la excelencia y su (vergüenza da siquiera decirlo) teoría de las “minorías selectas”, que no son, ¡horror!, fruto de un voto cuantitativo, sino de una exigencia personal y compromiso ciudadano. Hay que aprender de la suerte de Ortega, condenado a no disfrutar de los placeres de la vida vulgar en la España de entonces, y confinado por vicioso a un merecido exilio. ¿También ahora?.
Porque, se nos dice, este recomendar a la gente que dé lo mejor de sí, al provocar desigualdades, debe quedar en el “ámbito privado”, mientras que es en el ambito público de la democracia donde se determina el “estatus ontológico del hombre”, su “esencial mismidad”, a lo que no se llega si no es en una “cancelación pública de la individualidad” , que “es la mejor prenda y la más preciada gala de la democracia, porque a cambio de la reducción política del yo a una dimensión cuantitativa -"un hombre, un voto", en la conocida fórmula- se asegura el reconocimiento de la misma esencia a todo ser humano por igual…”. Ciertamente, estos argumentos escolásticos de corte esencialista son un tanto ajenos al espíritu orteguiano.
Uno de los problemas de la vulgaridad es que no distingue, es decir, no tiene la distinción de la distancia. Una cosa es la democracia como sistema político y otro hablar de democracia cultural, ética y estética. Lo primero, en el ensayo, es asunto de número que se torna en imposición cualitativa cuando se emplea la palabra “democracia” (indebidamente) en lo segundo. No hay una democracia cultural. El loable deseo de acceso y participación ciudadanas no es lo mismo que decidir a mano alzada sobre la calidad de una obra de arte, o suponer un buen gusto ético y estético a todo el mundo. Otra cosa es que, como ciudadanos tengan derecho a decidir en qué y cómo se emplea el dinero público.
Pero con ello entramos en el nudo de la cuestión, y es en lo que significa la palabra “ciudadano” que, por cierto, brilla por su ausencia en el texto. El ciudadano no es (no debería ser) un número, un voto, si no queremos caer en una “democracia morbosa”. Para Ortega la tragedia de España ha sido que triunfa el héroe cuando fracasa el ciudadano. Y ser ciudadano es algo tan simple como hacer cada uno lo que tiene que hacer. El ciudadano es la gente corriente (no vulgar) que no renuncia a ser excelente, es decir, a ser y dar lo mejor de sí mismo; que no está dispuesta al sacrificio cuantitativo de su yo y su individualidad; que no identifica la ciudadanía con los partidos políticos y puede realizar su aportación con o al margen de ellos. Más aún, que estima que la ciudadanía es un valor prepolítico. Y por ello, a la vez que reclama participar eficazmente en el diseño social, inventa nuevas formas de acción y participación ciudadana. Como, por ejemplo, los diversos movimientos agrupados en torno a la llamada “ciudadanía digital”.
En esa línea, mi propuesta de “humanismo tecnológico”, (y espero que a los ojos de los comisarios políticos pase la prueba de la democracia) está basado en Ortega. En principio, nada que ver con esa propuesta de humanismo de la vulgaridad como humanismo de la democracia. A diferencia de lo que piensa el autor, Prometeo no trae el fuego de los dioses a la tierra para incendiarla de vulgaridad. Los ciudadanos no son ni quieren ser vulgares, tan sólo algunos bien situados que, como María Antonieta, se dedican irresponsablemente a juegos pastoriles de recuperación de una vulgaridad postiza.
Es posible que, en el fondo, el autor del ensayo apuntara también a algo de esto. Si es así, no se ha equivocado disparando contra Ortega.