Junto a un
hilo thriller de baja intensidad el auténtico hilo rojo de esta temporada es la
exploración de la historia de amor entre Nora y Nathan, entre lo vivo físico y
lo vivo digital, ambos reales. De hecho, es muy significativo el embarazo al emplear
palabras como sinónimos de lo que antes estaba enfrentado dialécticamente en la
vieja terminología. El resultado es una ambigüedad muy estimulante.
La secuencia
del funeral es uno de los ejemplos más claros de la estética postdigital donde
se mezcla todo en ese digital ya consumado. Al tiempo que ve su funeral y
participa separado por una mampara física/digital, un Nathan ridículamente
customizado constata perplejo que todo se hace para él, pero sin él.
Es esta
historia de amor, que no ahorra los tópicos verbales e icónicos más kitsch
esencia de culebrones, la que sitúa esta serie en el ámbito de los imaginarios
que he mencionado y que se diferencian radicalmente de los del ciberpunk,
habitantes de la ruina urbana de los supervivientes solitarios. Aquí triunfa lo
interracial políticamente correcto frente a lo previsible caucásico y
glamouroso. Pero tamizado por la ironía. No hay el revoltijo de mezclas que hace
imposible hoy día entender los remakes de películas históricas de hace años,
con un bosque de Sherwood más variado en especímenes humanos que el arca de Noé
y una corte artúrica preludio de todos los híbridos, con géneros, razas y tamaños
futuros conviviendo como si nada fuera más natural.
La
apariencia física cambia según la disponibilidad digital y las últimas imágenes,
que dejan abierta la continuidad de la serie, ya adoptan ese color verdoso
claro hopperiano de lo degradado en una luz incierta, meditabundo, a la espera
de subir algún día desde el limbo de los 2 gigas al cielo digital de la tarifa
plus.
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